lunes, 14 de abril de 2014

REPÚBLICA Y COEDUCACIÓN


       “La maestra se colocó en una esquina del encerado. En el centro, había escrito en mayúsculas una palabra cuyos trazos blancos destacaban sobre el rectángulo negro que se pegaba a la pared, y con el puntero rodeó la palabra varias veces antes de pronunciarla: COEDUCACIÓN.
Después de repetirla despacio, deletreando cada sílaba, los invitó a que la corearan con ella, y el aula se llenó con los ecos de una voz cuyo significado desconocían.
—¿Alguno de vosotros sabe lo que quiere decir la palabra coeducación?
Unos se encogieron de hombros, otros negaron con la cabeza, y hubo quien respondió con un no displicente o curioso, que entre la cuarentena de discípulos que llenaban el aula, podían encontrarse actitudes de lo más dispares. La más chocante fue la de Manuela, la compañera de pupitre de Ricardo. Un redrojo que no le llegaría a la barbilla, flaca y pizpireta. Desde que los sentaran en el mismo pupitre, ella no había parado de mirarle. Cual si en su cara tuviera escrito el muchacho cuanto en la escuela pudiera en ese día aprender. Y lo hacía con desparpajo, como si el hecho inusual de compartir el mismo banco fuera lo más natural del mundo.
Ni corta ni perezosa, alzó la mano y habló:
—¿Puedo decir una cosa, señorita Aurora?—le espetó Manuela a la maestra adelantándose a la explicación.
—Claro que puedes. Adelante—respondió ésta encaminándose hacia el pupitre, mientras Ricardo volvía a sentir por segunda vez un arrebato de calor en las orejas.
—¿Nos vamos a quedar siempre en esta escuela? Es que a mí me gusta más que estemos así... todos juntos—dijo la niña poniéndose en pie.
Si las miradas hubiesen tenido el don de derretir cuerpos y borrar palabras, muchos de los recientes compañeros de Manuela habrían hecho desaparecer a la chiquilla y al eco de su voz de pito, que por unos instantes, los mismos que se tomó la maestra para responder, siguió sobrevolando sobre sus cabezas.
—Así me gusta —dijo doña Aurora, al tiempo que le atusaba la raya y el nacimiento del flequillo, rubio como la paja—. ¿Cómo te llamas?
—Manuela González Molina, para servir a Dios y a usted.
—Puedes sentarte —añadió la maestra.
Y enseguida, tomando como punto de partida la pregunta de la niña, comenzó a explicarles lo que había detrás de aquella palabra tan rara que les llamaba la atención desde el encerado, y con la que ninguno se había topado antes; ni escrita en el catón, ni en boca de los maestros, ni en su casa ni en la calle.
—Sabéis que desde hace unos meses han cambiado muchas cosas en España. El rey ya no está, y tenemos un presidente de gobierno… don Manuel Azaña—instintivamente todas las miradas gatearon por la pared del aula hasta el retrato del hombre con gafas redondas que ahora ocupaba el lugar del rey—. Sí, ahí lo tenéis—dijo señalando el retrato—. Desde el 14 de abril, más de medio año ya, España es una República y Azaña su presidente. Todos tenemos la misma ley y los mismos derechos. Todas las personas somos iguales, sin diferencias entre ricos y pobres, hombres o mujeres, niños o niñas. Y por eso, porque sois iguales, desde hoy vais a aprender juntos. Vais a jugar juntos. Os vais a educar juntos.
Unos la escuchaban con atención, otros bostezaban, alguno se rebullía en el banco de madera, y todos eran demasiado pequeños para comprender lo que la señorita Aurora se esforzaba en explicar”.

 (Fragmento de mi novela en construcción “El sueño del retorno”, secuela de “Una mujer de la Oretana”).



                                                          Consolación González Rico

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