viernes, 31 de agosto de 2012

GOLONDRINA DE LUTO

Golondrina de luto
(31 de agosto a las 21:30)




No importa el color de su plumaje; las golondrinas son pájaros alegres. Cada año, cuando marzo comienza, descubro su vuelo, primero tímido, posesivo después, dibujando elipses sobre la puerta de mi casa acompañadas de pentagramas cuajados de gorjeos.

Desde hace cinco años, estas sorprendentes okupas decidieron construir su vivienda en el alero más próximo a la entrada de la mía (un metro escaso, de mi cabeza al nido), circunstancia caprichosa que me ha permitido conocerlas y admirarlas de cerca: las golondrinas son ágiles, elegantes, madrugadoras, incansables, osadas, vivaces, brillantes y raudas. Capaces de incubar su nidada desafiando temperaturas rigurosas que queman sus vuelos, y convierten sus idas y venidas en viajes quiméricos a través del aire reseco.

La naturaleza es sabia, pero los seres humanos rompemos su equilibrio. Y la tierra se calienta cada vez más. También para las golondrinas.

Este año, los huevos de la segunda nidada eclosionaron en julio. Cuarenta grados a la sombra. A los pocos días, los polluelos escalaban las paredes de barro, y estiraban sus cabezas con los picos abiertos, en busca de aire y comida. Ellas, la infatigable pareja de golondrinas, sin importarles los rigores del tiempo, continuaron las tareas de crianza con el celo de siempre. Sin embargo, la fatal contingencia de la ola de calor hizo que las crías alcanzaran una madurez menguada cuando les llegó la hora de la lección final: aprender a volar. Una de ellas, la mejor dotada, consiguió elevarse vacilante imitando las piruetas de sus progenitores. La otra, más débil, cayó en picado sobre las baldosas del patio.
Fue entonces cuando quise intervenir en las leyes de la naturaleza y decidí devolverla al nido, con la esperanza de que siguieran alimentándola y pudiera, de este modo, recobrar las fuerzas que necesitaba para aprender la lección vital.

La cría resistió un día entero sin cuidados ni alimento, mientras los padres, a buen seguro, se ocupaban en transmitir sus saberes de aerodinámica al polluelo convertido ya en claro candidato a superviviente de la temeraria puesta. Pero esa tarde volvieron solos. Al parecer, sus tiernas alas, como las de Ícaro, se fundieron en el fuego del cielo.

Impertérritas, al día siguiente las dos golondrinas volvieron a su tarea. Observé sus movimientos. El polluelo, en su ardiente trinchera, seguía esperando la comida y el agua, cada vez más débil. Pero los padres llevaban escrito en sus genes lo que tenían que hacer: vuelos cortos, ascensiones y descensos, trinos insistentes que incitaban a la imitación. Por fin, desde mi ventana, lo vi lanzarse al vacío y cruzar la calle, en un vuelo bajo y zigzagueante. Con dificultad, había logrado alcanzar la ventana de enfrente.

Era el día más caluroso del verano. El polluelo piaba con insistencia. Los padres respondían a su llamada de socorro sin olvidar la misión de la jornada: dejarlo seguro en el aire; lejos de los peligros del suelo. Libre. Capaz de dibujar elipses en un cielo terroso que esa tarde, arrasado por el sol, no pudo favorecer el curso marcado por la naturaleza.

Ya de noche, asomada a la ventana, distinguí una mancha breve y oscura en el patio. Se trataba del extenuado aprendiz. Incapaz de volar hasta el nido, había alcanzado los hierros de la verja, que guardaban todavía la furia del sol. Me acerqué despacio; ni siquiera se movió. Una atmósfera espesa envolvía su pequeño cuerpo. Lo tomé en mi mano y lo sentí ligero y suave. Un puñado de plumas oscuras vestía sus últimas horas. Lo alcé hasta la parte más alta de la verja; allí donde imaginé que estaría protegido…

A la mañana siguiente, lo primero que hice fue buscarlo a través del cristal: el polluelo no estaba donde la noche anterior lo había dejado. Cuando salí a la calle, encontré sus plumas esparcidas por la acera. Un depredador cualquiera habría puesto el punto final a una vida creada para la libertad.

Desde hace varias noches, no podría precisar cuántas, una de las dos golondrinas ha vuelto a ocupar el que fuera su nido bajo el alero que protege la puerta. Viene sola. No gorjea. No se inmuta cuando entro y salgo. Tampoco cuando enciendo la luz de la entrada, capaz de deslumbrar su sueño temprano. Eso sí: sus plumas parecen más oscuras. Lo mismo que sus ojos.

Dicen que estas aves se emparejan para siempre. Cada atardecer, al contemplar su soledad oscura, intuyo el luto de la golondrina.

El calor se ha llevado este año la mitad de su vida.


Consolación González Rico

domingo, 19 de agosto de 2012

LO LLAMAN DEMOCRACIA...



ASOMADA A LA VENTANA

 








En los tiempos que corren, nuestros oídos y nuestros ojos se han ido acostumbrando a mensajes que acusan, denuncian, desbordan con multitud de datos, algunos verídicos y otros falsos, correos electrónicos, páginas de facebook, tertulias y artículos sobre política y políticos, entre los que, desechando la ganga, brillan algunas ideas capaces de suscitar dudas razonables.

Lo bueno de todo esto es que la conciencia ciudadana comienza a moverse. Lo sorprendente, que el germen de este movimiento se deba  a un nonagenario, Stéphane Hessel, quien después de haberlo visto casi todo fue capaz de indignarse.
Las verdades que guarda el manifiesto de Hessel, ese Indignez-vous gritado desde las vísceras, no cabe duda de que han favorecido la revolución creciente de las ideas. El movimiento 15-M no acabó con el desmantelamiento de la acampada de Sol. En mi opinión, la indignación de entonces nos ha conducido a la reflexión de ahora.

Pertenezco a una generación que creyó en el cambio. Voté la Constitución del 78, dije NO en el polémico referéndum consultivo del 86 sobre la permanencia de España en la OTAN (era tan ingenua entonces que me creí a pies juntillas aquel equívoco eslogan: OTAN, de entrada no); he acudido a todas las convocatorias electorales con la intención de que mi voto ayudara a construir esa sociedad igualitaria y justa con la que soñábamos los que habíamos crecido en la dictadura, y ahora me toca, como a tantos españoles de mi generación, asistir con estupor al desmoronamiento de un montaje político que tal vez nunca llegara a ser digno de llamarse DEMOCRACIA.

Lo llaman democracia y no lo es, proclamaron miles de personas tomando pacíficamente las calles y plazas hace poco más de un año. Hoy estoy convencida de que a quienes gritaban semejantes consignas les asistía la razón.
No existen mecanismos que garanticen la democracia interna de los partidos, la Ley electoral sigue discriminando a las fuerzas políticas minoritarias (todos sabemos que el precio que los partidos políticos han de pagar por un escaño en el Parlamento es inversamente proporcional a los votos recibidos); los poderes del Estado carecen de independencia.
¿Qué nombre entonces deberíamos dar a este tinglado?

No sé si sobran representantes o faltan representados (me aburre soberanamente el comparativo con Alemania que no deja de marear mi correo), pero si observamos los escaños del congreso, vacíos tantas veces, no resulta complicado deducir que nos apañaríamos con la mitad.
Lo que sí parece evidente es que no andamos sobrados de buenos políticos; más bien al contrario, los españoles estamos faltos de mentes sensatas y conciencias rectas que sepan gobernarnos con acierto y equidad.

Nuestros gobernantes nos han conducido al índice de paro más elevado de la UE; han permitido que el fraude fiscal se coloque escandalosamente por encima de la media europea; han concedido amnistía a la evasión de capitales, los delincuentes de corbata se marchan de rositas; los escándalos en la administración pública, con dineros públicos de por medio, proliferan como setas; seguimos sufriendo una ley de incompatibilidades que, en determinados supuestos, autoriza el desempeño de un segundo puesto de trabajo  remunerado en el sector público. Y por si no fuera suficiente, la deuda pública alcanza cifras de escalofrío; la banca recibe inyecciones de dinero del Estado mientras los banqueros se despiden con cantidades vergonzosas en el bolsillo; la Iglesia sigue gozando de exenciones fiscales y enriqueciéndose más  al mostrar sus riquezas. Muchos profesionales liberales atesoran dinero a espaldas del fisco (ni declaración de ingresos ni facturas al usuario por el pago de los servicio prestados), y todo ello porque ningún gobierno ha querido poner en práctica fórmulas legales conducentes a corregir semejantes desatinos.

 Ante este panorama, en un país donde la mala gestión ha hundido la economía, tendrían que cambiarse con urgencia algunas leyes para que no sean las clases más desfavorecidas, y la masa del funcionariado, los únicos soportes de la pretendida y necesaria recuperación. Los gobernantes deben recortar de donde sobra, no de los derechos de los gobernados.

Durante las últimas décadas, nuestros representantes políticos nos dormían con cuentos, nos metían el miedo en el cuerpo para su beneficio, como a Pedro con la amenaza del lobo. Explotaban el 23-F y, con todo el mundo al suelo acallaban voces y conciencias.
Y de paso, se iban aficionando al juego bipartidista. A la descalificación y al insulto cuando tocaba ejercer de oposición, siempre con el ansia mal disimulada de alcanzar la deseada alternancia, tan rentable y sustanciosa a juzgar por la resistencia que cada equipo oponía, llegado el momento, a abandonar el estadio PODER. No importaban los medios si se lograba el fin: seguir con el balón en los pies cuatro años más.  
Y mientras tanto, nosotros, sus electores, los que les otorgábamos el ansiado mandato, nos íbamos convirtiendo en espectadores de su circo.

Lo llaman democracia y no lo es. Y lo malo es que tienen razón; Hessel y quienes han enarbolado su bandera. Tal vez entre todos hayamos desvirtuado la palabra democracia y el significado que encierra.
Pero no es momento de lamentarse ni de lanzar mensajes catastrofistas, sino de unir nuestras voces para exigir coherencia y juicio a los que nos gobiernan. En voz alta. Sin miedo. Porque los gobernantes tienen que ser capaces. Servidores del pueblo. Conscientes de que deben anteponer el bien común a sus intereses. Sabedores de que han sido elegidos por el pueblo para gobernar, no para beneficiarse desde el poder que el pueblo les ha otorgado.

Solo entonces podremos llamarlo democracia y tendrá el honor de serlo.

Consolación González Rico