miércoles, 25 de diciembre de 2013

EL ÚLTIMO REFUGIO


Tras las últimas correcciones, y después de golpear con fuerza el punto final en el teclado, he experimentado una especie de nirvana liberador; esa sensación ya conocida de placidez que suele acompañar al feliz alumbramiento de una novela.

He de decir que, en mi caso, el proceso de gestación literaria de un nuevo libro suele durar más de nueve meses (el doble por término medio), aunque en esta ocasión ha fluido con la fuerza y la rapidez de un torrente.

Comencé la novela a principios de 2013. Como ya suele ser mi costumbre, fijé los puntos de relato (lo que quería contar), los distribuí por capítulos y me embarqué en la aventura incierta que siempre supone el desarrollo de una trama forjada a grandes rasgos en la mente, pero que después habrá de tomar forma y desarrollarse página a página, hasta alcanzar la solidez que este género exige.

Esta vez la historia me iba a requerir un viaje en el tiempo de casi doscientos años, meterme en la piel de un hombre acabado, y reconstruir los pedazos de su vida, tan alejada de la realidad en la que se mueve la mía, tanto desde el punto de vista temporal como vivencial.  Confieso que tal circunstancia, en lugar de suponer una traba, me ha servido de acicate.

Y desde el pensamiento de Federico, protagonista de la narración, he intentado reconstruir el lenguaje y las formas de vida de una época oscura; me he adentrado en las cuevas de la Garganta de las Lanchas, las mismas que dieran cobijo a la partida de Blas Romo, un bandolero carlista que se refugió en los Montes de Toledo entre los años 1834-1836, tras las primeras revueltas de Talavera de la Reina contra las tropas isabelinas; he descubierto el oficio del carboneo, he revivido la dureza de unas vidas marcadas por la miseria.


En El último refugio, título provisional y alternativo de mi octava novela, he desgranado la vida de un hombre que se echa al monte huyendo de sí mismo sin conseguirlo. Recuerdos, dudas, ambiciones, venganza, amores, pérdidas, muerte…
Caminará sin rumbo, pero, en cada paso, Federico sentirá las quemaduras negras de su dura existencia.
                                                             
                                                                       Consolación González Rico
                                                                                                          

                                                                         

miércoles, 18 de diciembre de 2013

LLORAR CON LA PALABRA




No quiero oír
palabras huecas
estos días,
ni pronunciar consignas
de una felicidad
que nunca llega
de la mano de diciembre.

No quiero repetir
un deseo engañoso
que agoniza en los labios
antes de pronunciarse.

No quiero que los ruidos
me estallen en los tímpanos,
intentando acallar
el grito de ese niño
que muere
a dos mundos de distancia.

No quiero que las luces
deslumbren mis pupilas;
prefiero estar alerta
a las señas de un tiempo
que clama sin palabras.

Quiero mirar de frente
a quienes vuelven la cabeza
ante las cuchillas que cortan
el futuro.
A los que callan,
cuando en nombre de credos,
o arropados por ellos,
se asesina la inocencia.
                                            
A esos otros
que se rasgan las vestiduras,
al mirar desde fuera
las injusticias
que ellos apacentaron
con la hierba venenosa
de sus intereses,
aun estando en sus manos
el PODER de cambiarlas.
  
No creo en leyes
que engrosan el bienestar
de los legisladores,
mientras crecen
las colas del hambre.

No creo en normas
que sólo sirven
para hacer más profundos
los desgarros
del tejido social.

No creo en la justicia
que mide con dos varas.
No me sirve la falacia
de quienes pintan la desigualdad
con los colores
de ideologías ajenas,
cuando ellos mismos
jamás la remediaron.

No quiero escuchar
a los predicadores de pobreza
que nos venden la paz
envuelta en oropeles,
disfrazada con signos
que nada significan,
mientras guardan celosos
entre rejas de hierro,
sus arcas repletas de oro.

No quiero que las mujeres
pierdan la vida
subiendo a los tranvías,
ni la dignidad en agujeros
de inmundicia,
donde los verdugos
doblegan sus cuerpos
y cercenan su libertad.

No quiero
que los ojos de los niños
se espanten con imágenes de muerte
en las guerras ocultas de sus casas.
Ni que sus manos aprendan
a segar vidas con fusiles
en campos de batalla.

Y porque no lo quiero,
en este año que se acaba,
antes de que el tiempo
me endurezca el sentir,
o me convierta en ciega,
sorda y muda,
necesito llorar con la palabra.
                                                                                      
           Consolación González Rico

sábado, 2 de noviembre de 2013

IMPOSIBLE



Ese afán de trascendencia, inherente a la condición humana, siempre nos ha conducido a la no aceptación del no ser. La muerte, el vacío que la acompaña, el recuerdo de los que amamos y nos amaron, están presentes en cualquiera de las manifestaciones del arte, ya sea  en un lienzo, un pentagrama o una página escrita al dictado de la memoria, emborronada a veces por esa lágrima que duele.

Y los personajes literarios, como no podría ser de otro modo, interpretan la muerte, la piensan y la sufren, se debaten entre el dolor de la pérdida y la exigencia imperiosa de la vida, que sigue su curso sin aquéllos que ya no son.

Dejo aquí dos fragmentos extraídos de mis novelas que en un día como hoy podrían prestarse a la reflexión.

El primero recoge la nostalgia de Andrea Morales, personaje central de Esclavos de un motivo, al evocar a la madre que le arrancó la muerte en sus años infantiles:

Mi madre, y la suavidad de sus manos. Su voz de poesía y de cuentos en las oscuras y lluviosas noches de invierno, cuando el viento del norte traqueteaba la ventana de mi habitación para llevarse el sueño. Mi madre, y el sabor amargo del piramidón, que siempre traía en aquella pequeña copa, con un racimo de uvas tallado en el cristal azul, acompañado del familiar tintineo de la cucharilla cuando la fiebre poblaba mi almohada de fuego y delirios. Mi madre, y la caricia de su abrigo de mutón en aquellos domingos de diciembre, cuando me pegaba a ella en los bancos de la iglesia y, con mis dedos pequeños y helados, dibujaba círculos de seda sobre la piel marrón de aquel abrigo tan bonito que mi padre le había regalado por su cumpleaños.
Hasta que un atardecer de otoño me llevaron a casa de la abuela Julia. «No te preocupes, Andrea, pronto estarán aquí. Se han tenido que ir a Madrid porque allí hay muy buenos médicos —decía mi abuela con los ojos brillantes—. Duérmete tranquila». Pero yo no podía dormirme tranquila. A mis diez años presentía que algo muy grave estaba ocurriendo.
Todo el pueblo pasó aquella noche por la casa de la abuela Julia. Dos días más tarde mi madre volvió, y a mí me vistieron de gris para acompañarla en su último viaje. 

Y el segundo, expresa el lamento de Crisanta, protagonista de Una mujer de la Oretana, ante el cuerpo inerte de su hija:
                         
¡Ojalá que tus ojos pudieran mirarme, aunque me dijeran que había errado! Y tu memoria reviviera por unos instantes, para que tu boca tranquilizara mi conciencia. O lo contrario, que yo lo estaría lamentando hasta el fin de mis días. Pero la muerte te ha arrancado de la boca las palabras, y de los ojos la luz, y de la cabeza el entendimiento. Y esta vieja, que siempre te ha querido más que a la niña de sus ojos, no acierta a entender por qué ha aguardado hasta hoy, siendo que la muerte es el único momento de la vida que lo convierte todo en imposible. 
                        
Y este último pensamiento, el que cierra las sabias cavilaciones de Crisanta acerca de la muerte, hoy me resulta inquietante. 

Sí, es lamentablemente cierto; la muerte lo convierte todo en imposible. Imposibles las palabras no dichas, las caricias robadas por el egoísmo, las miradas arrebatadas a la ternura; la mano tendida hacia la voz que clama. 
Imposible el amor, la solidaridad, el respeto, la paz…  

Imposible la vida que no supimos vivir.     
                                     
                                                                            Consolación González Rico
                                            


martes, 3 de septiembre de 2013

HIELOS "La Confianza"


Caminaba yo por la acera esta mañana cuando, a la puerta de una pequeña tienda de barrio, mis ojos tropezaron con un modesto cartel: Hielos “La confianza”.  No sería original el mensaje, pero sí oportuno. Cargado de sentido en una sociedad como la nuestra, donde la confianza se ha volatilizado y vaga en la nebulosa de los valores perdidos.

Es triste, pero cada vez somos más los ciudadanos que hemos perdido la confianza, hartos de asistir inermes a nuevos casos de corrupción; a la venta de ideologías políticas en aras del poder, a los desaciertos de instituciones medievales que sobreviven a costa del erario público; a leyes que miden el delito con criterios inversamente proporcionales a la salud de la cuenta bancaria del infractor. 
  
Si necesitamos confianza para comprar unos cubitos de hielo, ¿cómo no vamos a necesitarla a la hora de elegir a unos representantes  que antepongan  los valores de justicia social y equidad a sus propios intereses? Si nos han demostrado reiteradamente su incapacidad o su apatía, ¿quién nos asegura que en esta ocasión no van a hacer lo mismo?

Los ciudadanos queremos que se remuevan los cimientos en la clase política; que la honradez  y el buen hacer sustituyan al engaño y a la mediocridad;  la acción, a la desidia, los compromisos sociales, al contubernio con la banca.  Porque si esto no sucede, cada vez seremos más los que nos bajemos de aquellos trenes que no conducen a ninguna parte.

Y lo peor es que, con la confianza perdida, ni compraremos hielo ni jugaremos a la democracia. 
                                                                                       Consolación González Rico

martes, 16 de julio de 2013

FLOR DE JULIO


No quiso saber de calendarios,
cuando abrió los ojos
al abrazo seco
de la naturaleza.

Sus pétalos, ahogados entre olas
de sol y espinos,
claman a un cielo hostil,
que les niega el consuelo
de una nube
henchida de agua fresca
para calmar su sed.

Y la sedienta flor de julio,
hasta su muerte,
seguirá soñando
con tormentas generosas,
con arcoíris lejanos,
con caricias de mariposas blancas,
con abejas peregrinas,
con lunas brillantes
para bañarse
en mares de plata.
Con lluvias de estrellas
y besos de rocío.

Mientras la vida aliente
en su último pétalo,
intentará la flor
olvidar la maldición de su naufragio,
de su injusta condena
en cementerios amarillos
de primaveras calcinadas.
Consolación González Rico

martes, 9 de julio de 2013

PRIMAVERAS MUERTAS


   Unas cuantas semanas han bastado para borrar la primavera del paisaje. Las flores azules del camino son ahora pasto sediento, tímida queja de naturaleza castigada que cruje bajo mis pies.

   En el lecho del río, entre piedras, ovas y lodo, salta desafinado el canto verdinoso de alguna rana que resiste los rigores de julio a la espera de concluir su ciclo vital, siguiendo el dictado de sus genes.

   Es temprano. Las palomas han acudido en bandadas al cauce del arroyo. Aunque por poco tiempo, aún pueden hundir sus picos en algún charco de agua fresca. 



    Luego, revolotean inquietas hasta la línea negra del tendido eléctrico que divide en dos el azul del cielo. Me detengo a unos metros e intento contarlas. Imposible. Son demasiadas y no cesan de moverse. Me acerco más y levantan el vuelo precavidas; no saben que hoy mi corazón/comería de su pico.
  
  Continúo mi paseo. Ya no queda nada de la reciente y espléndida primavera; ni dentro ni fuera. No sé si el paisaje es mi espejo o si yo soy el suyo. Las amapolas rojas que en la tardía floración brotaban de las piedras, se han convertido en despojos marchitos, y esas mismas piedras son ahora su tumba. 


  Duele la primavera muerta. Sólo los cardos sobreviven en la tierra abrasada. Y anhelo ese don que algunas plantas poseen para adaptarse a la inclemencia del medio que las devora; el corazón humano no siempre es capaz de desarrollar espinas para librarse de la devastación. 




   
   Esta mañana, mis pensamientos se ahogan entre el pasto ardiente del suelo. Desearía que la naturaleza me hubiera provisto de alas para buscar primaveras en otros cielos, lo mismo que las aves migratorias.

   Como si hubiera adivinado mi deseo, el pequeño caballito de madera, dueño del parque que dormita en la ribera del arroyo, despliega sus alas invisibles y me ofrece su montura para huir por el aire a ese tiempo perdido entre las nubes; a ese lugar lejano donde habitan las flores y los sueños muertos.




   Ya de regreso a casa, no dejo de pensar en palomas volando bajo cielos azules ...


                 Contemplo el vuelo gris
de las palomas,
sus aleteos aturdidos,
capaces de alejarlas de la tierra
quemada.

Envidio el cable que sostiene
la esperanza compartida
de sus amaneceres,
       el agua fresca del arroyo
         que sacia su sed temprana.

Admiro el dibujo torpe,
siempre libre,
de sus revoloteos temerosos
bajo cielos azules,
huyendo
de una sombra 
       que imaginan hostil.

No culpo de su huida
a las palomas.
¡Cómo podrían adivinar 
que hoy mi corazón
comería de su pico!

 Consolación González Rico

jueves, 27 de junio de 2013

SOLITARIO SIEMPRE




Tomas realizadas con el móvil en Peñíscola (junio de 2013)

Mar,
que vas y vienes
hasta mis orillas,
que me envuelves,
me arrastras,
me seduces,
me arrancas de raíz
y te retiras
esquivo.
Siempre solitario
hacia tus abismos...

Consolación González Rico 

miércoles, 26 de junio de 2013

DONDE EL DOLOR SE CALMA


Su ausencia asciende
hasta tus ojos
mil veces cada día.
Llega sin avisar
y sin llamarla,
se instala
en el fondo
de las cuencas,
y clava sus agujas
buscando
los manantiales
de las lágrimas.

Cierras los párpados
con fuerza,
intentas resistirte,
no quieres
que ningún espejo
refleje lluvias
delatoras
rodando por tu cara.

Y la mano de hierro,
amiga vieja,
cada vez con más fuerza
se ciñe a tu garganta.

Es áspera, salobre,
persistente y amarga;
un nudo de pesar
que estrangula el aliento,
que nunca se deshace
ni se sacia.

El dolor crece,
rompe las llaves
de las fuentes,
y el agua estalla en surcos
que te queman la piel
y te secan el alma.

Al fin, cuando oscurece,
frente al cuadro
de estrellas
que la noche dibuja
en tu ventana,
durante un tiempo breve,
bien lo sabes,
habitarás espacios
donde el dolor se calma.
               Consolación González Rico

miércoles, 12 de junio de 2013

POR LOS CAMINOS DEL RECUERDO

Me gusta volver a mis orígenes. Cada vez que visito mi pueblo, disfruto perdiéndome entre sus caminos, borrados por los pinceles del tiempo. Según las veleidades de su clima extremo, mis pasos hacen crujir las grietas provocadas por las persistentes sequías, o se hunden en los charcos que reflejan cielos grises, o, como en esta larga primavera, son acogidos blandamente por flores salvajes que invaden la senda junto al río.




                        

      La humilde belleza de mi pueblo desata recuerdos viejos, que saltan en mi cabeza como lo hacen las ranas a mi paso cuando bordeo el arroyo.
Sacudida por la nostalgia, evoco el tiovivo polvoriento de las eras de mi niñez, ahora cubiertas de flores, hundidas en su quietud, lo mismo que aquellos campesinos que consumieron sus veranos entre polvo, sudor y paja; triturando espigas y aventando granos, en su particular epopeya para asegurarse el pan.  
Oigo la voz amada de mi padre, que brota de la piedra bajo la que se esconde su silencio temprano, sobrevuela la tapia blanca, y llega hasta mi oído con una rama de olivo en los ecos del aire, como si quisiera apaciguar mis guerras interiores…
Y contemplo conmovida el puente de piedra, dinosaurio viejo, que después del  aguacero en los otoños infantiles nos ofrecía el peligroso encanto de sus aguas torrenciales, y nos invitaba a cruzar a la otra orilla con el corazón encogido; como  pajarillos asustados que se lanzaran por primera vez al temerario vuelo.



         Camino y pienso. Flores, espinos y recuerdos. Hasta me atrevo a tejer algún poema.

Es entonces cuando las emociones me resbalan por la cara y riegan las flores azules del suelo, mientras un espino de la ribera intenta abrazar mi tristeza.


ESPINO SOLITARIO

Las lluvias
han borrado el camino,
lo mismo que el tiempo
borró los pasos
de quienes vagaron
por él.

Mis pies tropiezan
entre flores azules,
y un espino se prende
de mi camiseta.

Me cuesta liberarme
de su abrazo,
y  me pregunto,                                   
mientras intento huir
de su hiriente caricia,
si no será su modo
de dar la bienvenida
a quien se acerca a su esplendor
agreste,
después de tantos días
de solitaria espera. 

               Consolación González Rico