viernes, 25 de noviembre de 2016

25-N: QUIERO VERTE SONREÍR.


     Esta noche te han despertado otra vez las voces. Sientes frío. Y miedo. Aprietas fuerte a tu oso de peluche y le preguntas si él también está asustado. Te responde que sí, que lo metas contigo debajo de las mantas y le tapes bien las orejas, que a él también le asustan los gritos. 

A tus seis años, no eres capaz de entender por qué tu papá le grita a tu mamá de esa manera. Tú la quieres mucho. Cuando te abraza y te llena de besos, su cuerpo y sus labios son tan suaves como el oso que ahora cobijas. Y su voz es capaz de calmarte al compás de esa canción que siempre te canta al oído cuando estás triste: "Chiquitita, no hay que llorar, las estrellas brillan por ti allá en lo alto, quiero verte sonreír...” ¿Quién te ha enseñado esa canción, mamá?, le preguntaste un día, y ella te respondió que se la cantaba la abuela cuando no se podía dormir.
Y aunque ahora estás triste, tan triste como siempre que sientes las voces, aunque tienes ganas de llorar, sabes que todavía no ha sonado el portazo grande en la puerta, y que por eso tu mamá no puede venir a cantarte al oído esa canción que ya es de las dos, y que cuando te la canta, te moja la frente, los ojos, el pelo y la nariz con sus lágrimas. Pero a ti no te importa; es tan bonita, que te gusta dormirte con la voz de tu madre en el oído. 

Algunas veces, cuando entras en la cocina y ves que tu mamá tiene los ojos tristes, y le corren lágrimas por la cara, te acercas y le cantas la canción. Ella se ríe, tú te ríes y termináis cantando las dos. Qué bien mamá, esta canción es mágica, ¿a que sí? Ella te abraza y, sin soltarte, te deja en la cara tantos besos seguidos que te pierdes y no puedes contarlos todos. Y a ti te gusta contar los besos, que yo lo sé.

El golpe de la puerta al cerrarse es tan fuerte, que tu pequeño cuerpo tiembla de miedo. No pasa nada, le dices a tu oso, lo mismo que tu madre te dice a ti después de cada portazo, cuando acude corriendo a tu cama para besarte. 
Tu oso y tú volvéis a emerger de las mantas. Pronto escucharás los pasos de tu madre, su mano empujando la puerta de tu cuarto, su voz cantándote al oído...
¿Por qué no viene?, te preguntas sin comprender.
¡Mamá!  ¡Mamá! Saltas de la cama y corres descalza sin dejar de llamarla. Está sentada en la alfombra, y al verte se incorpora despacio y se pasa la mano por el pelo. Tiene una mancha roja en el labio que trata de ocultarte con su mano mientras te habla.
 —Ven. Dame un beso y coge tu mochila y tu oso. Mañana, y todos los días, la abuela, tú y yo cantaremos juntas nuestra canción.


Consolación González Rico