viernes, 28 de diciembre de 2012

A VISTA DE PÁJARO


   Había pasado mil veces con el coche por Los Navalmorales, camino de Toledo. Recuerdo que siempre se me escapaban los ojos, con la rapidez del vuelo de un pájaro, hasta el cerro vigía que guarda el pueblo de los vientos del este; siempre he envidiado esa dotación de la naturaleza a las aves que solo se nos concede a los humanos en los sueños. Esta vez sucumbí a la tentación. No me llevaron las alas, sino unas botas de suela de goma y el deseo de mirar desde arriba; lo mismo que los pájaros. 

   Veinte minutos subiendo. El cielo se apretaba de nubes repletas de agua, que se removían a placer cada vez más cerca. Parece que nos vamos a mojar, le comentamos, ya casi en la cima, al hombre que iniciaba el descenso. Estábamos arriba. El aire, cargado de humedad. La ermita, envuelta en nubes grises y torres eléctricas (algún precio habría que pagar a cambio de tanta belleza). 

    
    Los cuatro puntos cardinales, a vista de pájaro para deleite de los ojos. 

     Fotos y descenso apresurado, sin paraguas, entre una lluvia tímida y fría. Un café para entrar en calor, y el regreso a casa.

Consolación González Rico. Los Navalmorales (Toledo)

viernes, 14 de diciembre de 2012

MIENTRAS LLOVÍA


  
Llovía en la carretera. El ruido del agua al golpear el coche se convirtió en el único sonido de mi solitario trayecto. Conecté la radio. A los pocos minutos, una noticia surgió de las ondas para arrancarme de la pasividad con la que me enfrentaba a los 90 kilómetros de viaje: Cientos de subsaharianos resisten en las laderas del monte Gurugú, a la espera de la ocasión para saltar la valla limítrofe con Melilla y llegar a España.
Subí el volumen. La comentarista comenzó a hablar de las condiciones miserables en las que se veían obligados a subsistir los jóvenes negroafricanos: montañas de desechos malolientes, falta de comida y de agua, suciedad de meses pegada al cuerpo… Ahora, seguía diciendo, agravadas por el cambio de estación y la llegada del frío.
Enseguida, sus palabras dieron paso a la entrevista realizada a uno de los supervivientes por un equipo enviado a la zona. Se trataba de un nigeriano llamado Sunday, a quien las condiciones infrahumanas del gueto, según apreciaba su entrevistador, no habían logrado borrarle la sonrisa.

La lluvia arreciaba. El ruido del agua contra el vehículo servía de fondo a la voz de aquel joven de veinte años. En un castellano dificultoso pero inteligible, hablaba de hambre, de noches en el suelo sin más lecho que el barro; de golpes y hurtos perpetrados por los gendarmes marroquíes. Y lamentaba el muchacho, sobre todo lo demás, que hubiesen llegado a requisarle su teléfono móvil, único puente de unión con la familia que había dejado a la otra orilla del desierto, desposeída de sus escasos bienes por sufragarle un viaje a la esperanza.
Claro que conocía la situación de crisis que sufría España, respondía Sunday al ser preguntado, pero el retorno a su país supondría la vuelta a la miseria de por vida.
Por eso seguiría allí. Resistiendo. Pegado a la valla y a su sueño.

Sin darme tiempo a reflexionar acerca del duro testimonio que acababa de oír, la sintonía del programa se impuso a la violencia del agua y, con absoluta naturalidad, la voz de la locutora dio paso a la segunda noticia: En España, cada vez son más los hombres que pasan por el quirófano para mejorar su musculatura.
Escuché. Con argumentos como la preocupación creciente que el físico cobraba en el elemento masculino, comentaba la novedad, esta vez reforzada por la presencia en el estudio de un cirujano plástico de prestigio probado. El facultativo no cesaba de alabar las bonanzas de los implantes musculares. Pectorales, gemelos, bíceps. Incluso, avanzó como primicia a los oyentes que estaba desarrollando una técnica, pionera en su especialidad, dirigida a implantar la llamada tableta de chocolate. Para muchos, el súmmum de la perfección corporal.
Aducía persuasivo el médico, que el nivel de satisfacción de los intervenidos era elevado, y que su autoestima, tras someterse a la operación y disfrutar de sus efectos, experimentaba también un incremento notable muy sano para su vida social. A ello había que añadir que este tipo de intervenciones comenzaban a extenderse a las clases medias y bajas: la inversión en la propia imagen empieza a ser una prioridad, terminó aseverando el cirujano plástico, muy en su papel.

El limpiaparabrisas casi no podía digerir la tromba de agua que caía de las nubes, mientras la locutora, siguiendo el patrón del programa, daba paso a la primera llamada telefónica. El hombre que estaba al otro lado de la línea se llamaba Jorge y tenía treinta años. Harto de sufrir el complejo ocasionado por unas piernas escuálidas, había decidido acudir a la cirugía. Tras la operación, podía lucir el par de gemelos de sus sueños, usar pantalón corto cuando se le antojase, o pasear por la playa sin complejos.
Era feliz; así lo evidenciaban sus palabras.

Yo, lo mismo que el limpiaparabrisas, tampoco era capaz de digerir la conmoción que el contraste de las dos noticias me había provocado.
No tuve ánimos para escuchar la nueva llamada entrante, en la que otro de los pacientes seguiría abundando en las maravillas del cirujano escultor.
Alargué la mano y desconecté la radio.
 

Consolación González Rico

Colaboración para la Revista Cultural Oretana, 
publicada en diciembre de 2012
por el Centro de Adultos "La Raña" de Navahermosa -TOLEDO-


sábado, 24 de noviembre de 2012

QUE NADIE AHOGUE TUS SUEÑOS



 
- Corre, Celia. Abre los ojos. Busca la luz. Sabes que puedes hacerlo. Abrázate a tus sueños y sal. Tienes un minuto. No los ahogues en el mar… ¡Sígueme!
- ¿Quién eres? ¿Dónde estás?
Quiso respirar, pero no tenía aire. Aquella voz que la había llamado desde el otro lado de las tinieblas se diluía en su pensamiento. Abrió los ojos unos segundos tratando de acabar con aquella confusión, pero la agitación del mar, las partículas en suspensión que arrastraba y la propia salinidad del agua, la obligaron a cerrarlos casi al mismo tiempo. Fue en ese instante cuando se hizo la luz en su cerebro. Estaba aprisionada en aquella cueva. Cercada por las rocas. Sumergida en el mar. Aire. Sus pulmones necesitaban aire. Tenía que salir. Encontrar la abertura de la cueva, lo mismo que había encontrado sus sueños. Aferrarse a ellos con fuerza y ascender a la superficie. Se ahogaba. Unos segundos, y el agua cerraría su respiración para siempre. No debía moverse apenas, para no consumir el oxígeno que pudiera quedarle dentro. Abrió los ojos de nuevo, y giró sobre sí misma en un gesto de reconocimiento intentando encontrar la salida. Allí estaba, cegada por los remolinos que formaban las olas. Adelantó los brazos en esa dirección, buscó la horizontalidad del cuerpo y los miembros, y movió los pies con la rapidez que sus escasas fuerzas le permitían.
Los pulmones y las sienes le estallaban cuando su cabeza emergió a la superficie. Mientras devoraba bocanadas de aire que sabían a sal, una voz, la suya propia, rescatada por el pensamiento, repetía sin descanso: “Mis sueños… No quiero que se ahoguen mis sueños…”
Consolación González Rico
 De mi novela La voz del mar. Editorial Ledoria 2011
 

martes, 20 de noviembre de 2012

NO A LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER




Los primeros signos



En la medida en que la confianza y la seguridad de la posesión fueron ganando terreno, el día a día le enseñó a Celia que aquel postulado de la atracción entre los polos opuestos, en el que siempre se apoyaba Jaime para justificar la solidez del sentimiento que los unía, sólo era aplicable a los imanes; no a las relaciones de pareja.
Por desgracia, la constatación de este hecho se produjo demasiado pronto. Llevaban tan sólo seis días casados, y el motivo coadyuvante que le permitió descubrir las terribles aristas del carácter de su marido fue un pintor ambulante que vendía su arte en la Plaza de San Marcos de Venecia, entre la humedad provocada por las olas más atrevidas, y los cientos de palomas que revoloteaban alrededor del caballete, de la paleta, de sus cabezas y de sus pies.
- Haga el mejor retrato de su vida, que la modelo lo merece –dijo su marido con orgullo al artista.
Celia se sentó en un taburete y, siguiendo las indicaciones del pintor, lo miró unos instantes de frente, con la cabeza ligeramente levantada.
- Molto bella, si siñore, la sua esposa. Ojos bellissimos. Domenico Io hace con grande piacere.
- ¿Qué hace con grande piacere este payaso? Deja de mirarlo y vámonos.
- Por favor, Jaime, ya ha empezado su trabajo. No me parece bien dejarlo plantado ahora.
- Soy yo quien tiene que decir lo que está bien y lo que está mal.
- ¿Qué te pasa? No sé de qué me hablas.
- Lo sabes de sobra; no disimules.
Y dicho esto, tiró de ella bruscamente y, a grandes zancadas, se alejaron de la plaza con dirección al hotel, mientras el artista no dejaba de lanzar improperios contra los españoles y su temperamento.
Ella necesitaba una explicación y él se la dio.
- Tú eres mi mujer; y mi mujer no mira a nadie más que a mí. No me gustan los ojitos que le has puesto a ese mamarracho del blusón.
- Te estás equivocando. Recuerda que has sido tú quien quería el retrato. Lo único que he hecho es seguir sus instrucciones para facilitarle el comienzo del trabajo.
- No trates de jugar conmigo, que todavía no me conoces.
Aquellas palabras, pronunciadas en tono desafiante apenas una semana después de su boda, derrumbaron las ilusiones de Celia, que quedaron sepultadas en Venecia entre las viejas casas carcomidas por el agua y el rumor de los remos de una góndola cualquiera, que esa noche recibió la amargura de sus lágrimas.
Al día siguiente, muy temprano, oyó cómo Jaime salía de la habitación con sigilo. Volvió dos horas más tarde, y cuando bajaron al comedor puso una cajita en su plato envuelta en papel tela granate, atada con un cordón dorado, y con dos palabras escritas en la parte superior: Ti amo.
Los ojos de Celia lo miraron con infinita tristeza.
- No quiero verte así. Ábrelo y dime si te gusta.
Era un pequeño joyero que guardaba unos pendientes y un colgante de oro blanco y esmeraldas. Con el tiempo, Celia se daría cuenta de que ésa era la única manera que conocía su marido de pedir perdón. 

Consolación Gonzále Rico

(Texto de mi novela La voz del mar. Editorial LEDORIA)

sábado, 10 de noviembre de 2012

EL PUNTO FINAL DE UNA NOVELA


    Después de dieciocho largos meses, otros tantos interrogatorios, y mil vueltas a la cabeza intentando que las piezas encajaran, ya puedo respirar tranquila. No sé muy bien si he abandonado a los personajes, o si son ellos los que se han cansado de mí. Lo cierto es que desde hace una semana no me dirigen la palabra; ni me asaltan con frases al dictado mientras frío un huevo, acciono el secador de pelo o intento conciliar el sueño. ¿Liberación o vacío? Yo diría que ambas sensaciones se alternan a partes iguales cada vez que llega el momento de poner el punto final a una novela.

     Y es que son tantos días caminando de la mano, procurando entender sus reacciones, hablando con ellos y por ellos, que los lazos se estrechan hasta convertirte en alguien de la familia. Esa familia que tú has creado. Con la que lloras y te ríes. Por la que tu mundo imaginario se apodera de tu mundo real. 
    Escribir y leer, me atrevería a decir que nos permite apropiarnos de otras vidas; vivirlas en primera persona, sobredimensionar nuestro mundo interior.

     Unos días de descanso, y comenzaré a volcar sobre el ordenador otras historias, lo suficientemente motivadoras para mí, que justifiquen dieciocho meses de absoluta entrega. 

miércoles, 24 de octubre de 2012

¿Me contás una historia...? ¡¡¡Dale!!!: Micros de Mayte González-Mozos


 Dos compañeros, dos amigos, Antonio Ballesteros y Mayte González-Mozos, me han alegrado la mañana con sus trinos literarios. Dejo aquí el enlace para quien quiera disfrutar con la plasticidad y el estilo sugerente que siempre logra Mayte en sus relatos.


¿Me contás una historia...? ¡¡¡Dale!!!: Micros de Mayte González-Mozos

lunes, 8 de octubre de 2012

PENÉLOPES SIN ANDÉN



                                        

Una bata gastada por el tiempo, lo mismo que ella, envuelve su cuerpo tambaleante y enjuto que, después de una noche vacía de otra piel y colmada de pesadillas, se incorpora a la monotonía cíclica de las horas.
Un día más, reniega del espejo que delata su descuido: el pelo enmarañado, marcas azuladas bajo los ojos, secos por años de ausencia; dos surcos de hastío en las comisuras de unos labios que ya no saben sonreír.

Él se fue de su vida una mañana de verano. Ella no tenía cabida en sus planes. Era una rémora para alguien que perseguía la gloria. Por eso, después de haberla amado, se la arrancó de su cuerpo y de su sangre; como el cirujano arranca el tejido que estorba. Desde entonces, las hojas del calendario han pasado por sus días con el peso de siglos.

Ya no espera ninguna carta suya. Tampoco su voz cuando descuelga el teléfono. Sin embargo, al igual que Penélope, ha sabido encontrar su estación, y aguarda incansable el tren que le traerá su imagen borrada por  la vida.
¿Dónde verá amanecer? ¿Cómo habrá pasado el tiempo por su mirada? ¿Qué marcas habrán dejado en su rostro los claroscuros de la existencia?

Es domingo, pero Penélope no necesita su bolso de piel marrón ni sus zapatos de tacón. Le bastan la bata y las zapatillas, como cada mañana, para sentarse frente a su ventana secreta.  Conecta el ordenador y espera. Unos minutos, y tendrá el universo a su alcance para encontrar las huellas de quien se fue un verano con su corazón en la maleta. La pantalla se muestra borrosa. ¡Qué cabeza la suya! Otra vez ha olvidado colocarse las gafas. Ya está. Comillas, el nombre y los apellidos (siempre le queman los dedos cuando teclea las letras), otra vez comillas,  y… la fecha. Un clic, y a esperar que haya suerte.

No da crédito a la entrada que aparece en la pantalla. La sangre le sube a la garganta y, por un momento, siente que la vista no le responde, a pesar de las gafas. Es él. Por fin lo tiene delante. Su nombre y sus apellidos. Una reseña y una foto. Las palabras escritas se atropellan en su cabeza. Demasiada distancia. Demasiado tiempo.
El rectángulo luminoso se ha convertido de pronto en un espejo delator que responde de súbito a todas sus preguntas. Selecciona la imagen y la amplía hasta llenar la pantalla. Como si la mano virtual del puntero fuera prolongación de la suya propia, acaricia con mimo la geografía agrietada de su piel. Y sus ojos, de un azul apagado como cielos muertos. Y sus labios, menguados sin sus besos, que tampoco aciertan a dibujar la sonrisa del triunfador.

Siente agujas que le punzan en el fondo de las cuencas, y en la garganta, la tenaza dolorosa de los años, consumidos entre el amor y la espera.
No era así su cara ni su piel, repite una y otra vez entonando en su queja las notas de una vieja canción. Se levanta. Con su mirada de cielo que se apaga, él parece querer retenerla; como si estuviera rogándole las caricias de la pequeña mano, inventadas por el amor en un derroche de ternura imposible. Ella se aleja arrastrando la bata y las zapatillas.
No puede resistir aquellos ojos que guardan en su fondo el fracaso de dos vidas.

Consolación González Rico

sábado, 8 de septiembre de 2012

DÍA INTERNACIONAL DE LA ALFABETIZACIÓN





Ochocientos millones de personas adultas
                                               no saben leer

    Hoy, como hace seis años, fecha en la que escribí el artículo que adjunto, siguen existiendo cientos de millones de personas adultas condenadas a la ceguera espiritual que produce el desconocimiento de las letras. Desde esta página, quiero recuperar mis reflexiones de entonces, y poner de manifiesto también que, salvando contextos geográficos, y casi siempre acompañado de la pobreza, el analfabetismo sigue teniendo rostro de mujer.

www.doredin.mec.es/documentos/00620073000105.pdf

viernes, 31 de agosto de 2012

GOLONDRINA DE LUTO

Golondrina de luto
(31 de agosto a las 21:30)




No importa el color de su plumaje; las golondrinas son pájaros alegres. Cada año, cuando marzo comienza, descubro su vuelo, primero tímido, posesivo después, dibujando elipses sobre la puerta de mi casa acompañadas de pentagramas cuajados de gorjeos.

Desde hace cinco años, estas sorprendentes okupas decidieron construir su vivienda en el alero más próximo a la entrada de la mía (un metro escaso, de mi cabeza al nido), circunstancia caprichosa que me ha permitido conocerlas y admirarlas de cerca: las golondrinas son ágiles, elegantes, madrugadoras, incansables, osadas, vivaces, brillantes y raudas. Capaces de incubar su nidada desafiando temperaturas rigurosas que queman sus vuelos, y convierten sus idas y venidas en viajes quiméricos a través del aire reseco.

La naturaleza es sabia, pero los seres humanos rompemos su equilibrio. Y la tierra se calienta cada vez más. También para las golondrinas.

Este año, los huevos de la segunda nidada eclosionaron en julio. Cuarenta grados a la sombra. A los pocos días, los polluelos escalaban las paredes de barro, y estiraban sus cabezas con los picos abiertos, en busca de aire y comida. Ellas, la infatigable pareja de golondrinas, sin importarles los rigores del tiempo, continuaron las tareas de crianza con el celo de siempre. Sin embargo, la fatal contingencia de la ola de calor hizo que las crías alcanzaran una madurez menguada cuando les llegó la hora de la lección final: aprender a volar. Una de ellas, la mejor dotada, consiguió elevarse vacilante imitando las piruetas de sus progenitores. La otra, más débil, cayó en picado sobre las baldosas del patio.
Fue entonces cuando quise intervenir en las leyes de la naturaleza y decidí devolverla al nido, con la esperanza de que siguieran alimentándola y pudiera, de este modo, recobrar las fuerzas que necesitaba para aprender la lección vital.

La cría resistió un día entero sin cuidados ni alimento, mientras los padres, a buen seguro, se ocupaban en transmitir sus saberes de aerodinámica al polluelo convertido ya en claro candidato a superviviente de la temeraria puesta. Pero esa tarde volvieron solos. Al parecer, sus tiernas alas, como las de Ícaro, se fundieron en el fuego del cielo.

Impertérritas, al día siguiente las dos golondrinas volvieron a su tarea. Observé sus movimientos. El polluelo, en su ardiente trinchera, seguía esperando la comida y el agua, cada vez más débil. Pero los padres llevaban escrito en sus genes lo que tenían que hacer: vuelos cortos, ascensiones y descensos, trinos insistentes que incitaban a la imitación. Por fin, desde mi ventana, lo vi lanzarse al vacío y cruzar la calle, en un vuelo bajo y zigzagueante. Con dificultad, había logrado alcanzar la ventana de enfrente.

Era el día más caluroso del verano. El polluelo piaba con insistencia. Los padres respondían a su llamada de socorro sin olvidar la misión de la jornada: dejarlo seguro en el aire; lejos de los peligros del suelo. Libre. Capaz de dibujar elipses en un cielo terroso que esa tarde, arrasado por el sol, no pudo favorecer el curso marcado por la naturaleza.

Ya de noche, asomada a la ventana, distinguí una mancha breve y oscura en el patio. Se trataba del extenuado aprendiz. Incapaz de volar hasta el nido, había alcanzado los hierros de la verja, que guardaban todavía la furia del sol. Me acerqué despacio; ni siquiera se movió. Una atmósfera espesa envolvía su pequeño cuerpo. Lo tomé en mi mano y lo sentí ligero y suave. Un puñado de plumas oscuras vestía sus últimas horas. Lo alcé hasta la parte más alta de la verja; allí donde imaginé que estaría protegido…

A la mañana siguiente, lo primero que hice fue buscarlo a través del cristal: el polluelo no estaba donde la noche anterior lo había dejado. Cuando salí a la calle, encontré sus plumas esparcidas por la acera. Un depredador cualquiera habría puesto el punto final a una vida creada para la libertad.

Desde hace varias noches, no podría precisar cuántas, una de las dos golondrinas ha vuelto a ocupar el que fuera su nido bajo el alero que protege la puerta. Viene sola. No gorjea. No se inmuta cuando entro y salgo. Tampoco cuando enciendo la luz de la entrada, capaz de deslumbrar su sueño temprano. Eso sí: sus plumas parecen más oscuras. Lo mismo que sus ojos.

Dicen que estas aves se emparejan para siempre. Cada atardecer, al contemplar su soledad oscura, intuyo el luto de la golondrina.

El calor se ha llevado este año la mitad de su vida.


Consolación González Rico

domingo, 19 de agosto de 2012

LO LLAMAN DEMOCRACIA...



ASOMADA A LA VENTANA

 








En los tiempos que corren, nuestros oídos y nuestros ojos se han ido acostumbrando a mensajes que acusan, denuncian, desbordan con multitud de datos, algunos verídicos y otros falsos, correos electrónicos, páginas de facebook, tertulias y artículos sobre política y políticos, entre los que, desechando la ganga, brillan algunas ideas capaces de suscitar dudas razonables.

Lo bueno de todo esto es que la conciencia ciudadana comienza a moverse. Lo sorprendente, que el germen de este movimiento se deba  a un nonagenario, Stéphane Hessel, quien después de haberlo visto casi todo fue capaz de indignarse.
Las verdades que guarda el manifiesto de Hessel, ese Indignez-vous gritado desde las vísceras, no cabe duda de que han favorecido la revolución creciente de las ideas. El movimiento 15-M no acabó con el desmantelamiento de la acampada de Sol. En mi opinión, la indignación de entonces nos ha conducido a la reflexión de ahora.

Pertenezco a una generación que creyó en el cambio. Voté la Constitución del 78, dije NO en el polémico referéndum consultivo del 86 sobre la permanencia de España en la OTAN (era tan ingenua entonces que me creí a pies juntillas aquel equívoco eslogan: OTAN, de entrada no); he acudido a todas las convocatorias electorales con la intención de que mi voto ayudara a construir esa sociedad igualitaria y justa con la que soñábamos los que habíamos crecido en la dictadura, y ahora me toca, como a tantos españoles de mi generación, asistir con estupor al desmoronamiento de un montaje político que tal vez nunca llegara a ser digno de llamarse DEMOCRACIA.

Lo llaman democracia y no lo es, proclamaron miles de personas tomando pacíficamente las calles y plazas hace poco más de un año. Hoy estoy convencida de que a quienes gritaban semejantes consignas les asistía la razón.
No existen mecanismos que garanticen la democracia interna de los partidos, la Ley electoral sigue discriminando a las fuerzas políticas minoritarias (todos sabemos que el precio que los partidos políticos han de pagar por un escaño en el Parlamento es inversamente proporcional a los votos recibidos); los poderes del Estado carecen de independencia.
¿Qué nombre entonces deberíamos dar a este tinglado?

No sé si sobran representantes o faltan representados (me aburre soberanamente el comparativo con Alemania que no deja de marear mi correo), pero si observamos los escaños del congreso, vacíos tantas veces, no resulta complicado deducir que nos apañaríamos con la mitad.
Lo que sí parece evidente es que no andamos sobrados de buenos políticos; más bien al contrario, los españoles estamos faltos de mentes sensatas y conciencias rectas que sepan gobernarnos con acierto y equidad.

Nuestros gobernantes nos han conducido al índice de paro más elevado de la UE; han permitido que el fraude fiscal se coloque escandalosamente por encima de la media europea; han concedido amnistía a la evasión de capitales, los delincuentes de corbata se marchan de rositas; los escándalos en la administración pública, con dineros públicos de por medio, proliferan como setas; seguimos sufriendo una ley de incompatibilidades que, en determinados supuestos, autoriza el desempeño de un segundo puesto de trabajo  remunerado en el sector público. Y por si no fuera suficiente, la deuda pública alcanza cifras de escalofrío; la banca recibe inyecciones de dinero del Estado mientras los banqueros se despiden con cantidades vergonzosas en el bolsillo; la Iglesia sigue gozando de exenciones fiscales y enriqueciéndose más  al mostrar sus riquezas. Muchos profesionales liberales atesoran dinero a espaldas del fisco (ni declaración de ingresos ni facturas al usuario por el pago de los servicio prestados), y todo ello porque ningún gobierno ha querido poner en práctica fórmulas legales conducentes a corregir semejantes desatinos.

 Ante este panorama, en un país donde la mala gestión ha hundido la economía, tendrían que cambiarse con urgencia algunas leyes para que no sean las clases más desfavorecidas, y la masa del funcionariado, los únicos soportes de la pretendida y necesaria recuperación. Los gobernantes deben recortar de donde sobra, no de los derechos de los gobernados.

Durante las últimas décadas, nuestros representantes políticos nos dormían con cuentos, nos metían el miedo en el cuerpo para su beneficio, como a Pedro con la amenaza del lobo. Explotaban el 23-F y, con todo el mundo al suelo acallaban voces y conciencias.
Y de paso, se iban aficionando al juego bipartidista. A la descalificación y al insulto cuando tocaba ejercer de oposición, siempre con el ansia mal disimulada de alcanzar la deseada alternancia, tan rentable y sustanciosa a juzgar por la resistencia que cada equipo oponía, llegado el momento, a abandonar el estadio PODER. No importaban los medios si se lograba el fin: seguir con el balón en los pies cuatro años más.  
Y mientras tanto, nosotros, sus electores, los que les otorgábamos el ansiado mandato, nos íbamos convirtiendo en espectadores de su circo.

Lo llaman democracia y no lo es. Y lo malo es que tienen razón; Hessel y quienes han enarbolado su bandera. Tal vez entre todos hayamos desvirtuado la palabra democracia y el significado que encierra.
Pero no es momento de lamentarse ni de lanzar mensajes catastrofistas, sino de unir nuestras voces para exigir coherencia y juicio a los que nos gobiernan. En voz alta. Sin miedo. Porque los gobernantes tienen que ser capaces. Servidores del pueblo. Conscientes de que deben anteponer el bien común a sus intereses. Sabedores de que han sido elegidos por el pueblo para gobernar, no para beneficiarse desde el poder que el pueblo les ha otorgado.

Solo entonces podremos llamarlo democracia y tendrá el honor de serlo.

Consolación González Rico