martes, 21 de agosto de 2018

"La vida que perdimos", mi última novela. Vídeo-Presentación

En tres minutos, las claves de esta ficción histórica




En busca de la libertad (pág. 91)



      "Los recuerdos se encadenan, lo mismo que las horas, y el beso de despedida de Manuela le lleva a aquella noche de principios de otoño en la que embarcarían desde las Vascongadas con destino a la costa francesa. Nadie hablaba. Sus sombras se cubrían de oscuridad, tan espesa como la zozobra que aceleraba los latidos de su sangre. Caminaban temblorosos y tambaleantes, entre las ropas de abrigo y el sudor frío que las ceñía a sus cuerpos. Al amparo de la negrura, eran bultos de miedo sin rostro ni identidad. Las barcas de pescadores aguardaban atracadas al abrigo de los acantilados, no lejos del cabo de Higuer, y ellos descendían despacio, clavando los pies y las manos en las rocas para no despeñarse.
No era precisamente una noche de luna llena. Elegida a propósito para arropar la travesía desde Pasajes de San Juan a Fuenterrabía, en el cielo apuntaba una hoz blanca y afilada, que alumbraba lo justo para no perder de vista la hilera humana de quienes creían peregrinar hacia la libertad.
Ricardo recuerda la sensación confusa de dejarse arrastrar entre las piedras sin más sonido que el ruido de sus pasos”.

La vida que perdimos, 
Consolación González Rico
Premium Editorial, 2018 








domingo, 5 de agosto de 2018

"LA VIDA QUE PERDIMOS", UN HOMENAJE A LA MEMORIA (En Hoy por Hoy Cadena SER, las claves de la novela)



"Desde que mi padre nos habló del viaje a España, mi cabeza no paró de dar vueltas al asunto, y esa misma noche, mientras mi hermano Carlos dormía a pierna suelta, me acuerdo de que yo la pasé casi entera cavilando. Diez años eran mucho tiempo, y más en la vida de un joven como yo que por obligación tuvo que aprender a cerrar puertas, a meterse por otros caminos bien distintos a los que hubiera querido transitar, que si es verdad que el paso de los días me enseñó a mirar para otro lado, a lo primero tengo que reconocer que un día sí y otro también me tenía que sujetar el coraje, cada vez que la memoria se saltaba la barrera y me corneaba los ijares.
Por eso, cuando supe que mi hermano y yo íbamos a volver al pueblo de nuestra niñez, acudieron en tropel a mi cabeza el puente de piedra, las barrancas, las escuchas debajo de la cama de mi tía Inés, a ver si pillábamos noticias del frente al que marchó mi padre una mañana, sin que supiéramos si estaba vivo o muerto. Y volvieron también los recuerdos de aquella maldita noche en la que le escuchamos decirle a mi madre que había que salir a escape de una España en la que el miedo corría a sus anchas por las calles.
Y a mi imaginación acudió también el viaje que a los cuatro nos segó el futuro, y a mí, en particular, los sentires que ya apuntaban en mi corazón, y que tanto dolieron cuando la hoz del infortunio me los quiso cortar de cuajo.
Y ya, en toda la noche, no dejé de pensar en la clase de la señorita Aurora, en la palabra “coeducación”, que sin dejar de sonreír escribió ella bien grande en el encerado para que nos la aprendiéramos de carrerilla; en ese bendito acuerdo del gobierno de la República, que nos llevó a Manuela y a mí a compartir el pupitre de madera.
Manuela… ¿Qué habría sido de ella? Me desazonaba la idea de lo que en más de una década pudiera haberle deparado la vida; me preguntaba si su padre habría vuelto de la cárcel sano y salvo para remediar las penurias que en la huerta sufrían su madre y sus hermanos; si se habría casado y con quién. Diez años era mucho tiempo, pensaba yo entonces, y más en la vida de una mujer, cuyo destino en aquellos años del hambre no podía ser otro que asegurarse pan y techo.
Entre aquel torbellino de pensamientos, me acuerdo bien de que busqué por el hueco de la ventana el lucero más brillante de todos, y juré que no me vendría de España sin encontrar a Manuela. Que iría a la huerta, por si un milagro de la vida me la devolvía entre las calles de los almendros. Con la misma falda azul de vuelo y la misma blusa blanca llena de bodoques de la última tarde, la tarde de la despedida. Mirando el camino por el que me alejé con el corazón hecho trizas, encaramado en la bicicleta de mi padre que iba dando botes entre las piedras, en aquella fuga forzosa que me apartó de sus labios flamantes con regusto a fruta madura…"

           Consolación González Rico

(Fragmento de La vida que perdimos, Editorial Premium 2018)