viernes, 14 de diciembre de 2012

MIENTRAS LLOVÍA


  
Llovía en la carretera. El ruido del agua al golpear el coche se convirtió en el único sonido de mi solitario trayecto. Conecté la radio. A los pocos minutos, una noticia surgió de las ondas para arrancarme de la pasividad con la que me enfrentaba a los 90 kilómetros de viaje: Cientos de subsaharianos resisten en las laderas del monte Gurugú, a la espera de la ocasión para saltar la valla limítrofe con Melilla y llegar a España.
Subí el volumen. La comentarista comenzó a hablar de las condiciones miserables en las que se veían obligados a subsistir los jóvenes negroafricanos: montañas de desechos malolientes, falta de comida y de agua, suciedad de meses pegada al cuerpo… Ahora, seguía diciendo, agravadas por el cambio de estación y la llegada del frío.
Enseguida, sus palabras dieron paso a la entrevista realizada a uno de los supervivientes por un equipo enviado a la zona. Se trataba de un nigeriano llamado Sunday, a quien las condiciones infrahumanas del gueto, según apreciaba su entrevistador, no habían logrado borrarle la sonrisa.

La lluvia arreciaba. El ruido del agua contra el vehículo servía de fondo a la voz de aquel joven de veinte años. En un castellano dificultoso pero inteligible, hablaba de hambre, de noches en el suelo sin más lecho que el barro; de golpes y hurtos perpetrados por los gendarmes marroquíes. Y lamentaba el muchacho, sobre todo lo demás, que hubiesen llegado a requisarle su teléfono móvil, único puente de unión con la familia que había dejado a la otra orilla del desierto, desposeída de sus escasos bienes por sufragarle un viaje a la esperanza.
Claro que conocía la situación de crisis que sufría España, respondía Sunday al ser preguntado, pero el retorno a su país supondría la vuelta a la miseria de por vida.
Por eso seguiría allí. Resistiendo. Pegado a la valla y a su sueño.

Sin darme tiempo a reflexionar acerca del duro testimonio que acababa de oír, la sintonía del programa se impuso a la violencia del agua y, con absoluta naturalidad, la voz de la locutora dio paso a la segunda noticia: En España, cada vez son más los hombres que pasan por el quirófano para mejorar su musculatura.
Escuché. Con argumentos como la preocupación creciente que el físico cobraba en el elemento masculino, comentaba la novedad, esta vez reforzada por la presencia en el estudio de un cirujano plástico de prestigio probado. El facultativo no cesaba de alabar las bonanzas de los implantes musculares. Pectorales, gemelos, bíceps. Incluso, avanzó como primicia a los oyentes que estaba desarrollando una técnica, pionera en su especialidad, dirigida a implantar la llamada tableta de chocolate. Para muchos, el súmmum de la perfección corporal.
Aducía persuasivo el médico, que el nivel de satisfacción de los intervenidos era elevado, y que su autoestima, tras someterse a la operación y disfrutar de sus efectos, experimentaba también un incremento notable muy sano para su vida social. A ello había que añadir que este tipo de intervenciones comenzaban a extenderse a las clases medias y bajas: la inversión en la propia imagen empieza a ser una prioridad, terminó aseverando el cirujano plástico, muy en su papel.

El limpiaparabrisas casi no podía digerir la tromba de agua que caía de las nubes, mientras la locutora, siguiendo el patrón del programa, daba paso a la primera llamada telefónica. El hombre que estaba al otro lado de la línea se llamaba Jorge y tenía treinta años. Harto de sufrir el complejo ocasionado por unas piernas escuálidas, había decidido acudir a la cirugía. Tras la operación, podía lucir el par de gemelos de sus sueños, usar pantalón corto cuando se le antojase, o pasear por la playa sin complejos.
Era feliz; así lo evidenciaban sus palabras.

Yo, lo mismo que el limpiaparabrisas, tampoco era capaz de digerir la conmoción que el contraste de las dos noticias me había provocado.
No tuve ánimos para escuchar la nueva llamada entrante, en la que otro de los pacientes seguiría abundando en las maravillas del cirujano escultor.
Alargué la mano y desconecté la radio.
 

Consolación González Rico

Colaboración para la Revista Cultural Oretana, 
publicada en diciembre de 2012
por el Centro de Adultos "La Raña" de Navahermosa -TOLEDO-


4 comentarios:

  1. Decía hoy Arturo Pérez Reverte en una radio nacional que la imbecilidad es peor que la maldad; que los resortes de la maldad pueden hasta comprenderse, pero la imbecilidad... Creo que la frivolidad, que es la imbecilidad elevada a la enésima, me hace congraciarme con Pérez Reverte. Excelente columna, amiga.

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    1. Gracias, Pepe. Hay cosas carentes de ética y estética, y la conjunción de dos noticias como éstas, indica la torpeza de quienes hicieron posible un contraste tan revulsivo.
      Un abrazo, amigo.

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  2. Jesus Gallardo 14 de diciembre de 201214 de diciembre de 2012, 12:25

    El mundo desarrollado y el subdesarrollado, los ricos y los pobres; las necesidades reales y las fingidas. La realidad y la ficción. El mundo y el espacio vacío de contenido. Y entre todo ello la tristeza por los que buscan un destino mejor, y la pena de lso que busan otra cosa sin saber que ya lo tienen todo.

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    1. Mi pregunta, Jesús, sería en qué nos hemos equivocado para que, en lugar de reducirse, la distancia entre los dos mundos se haga cada vez más grande...

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