ASOMADA A LA VENTANA
En
los tiempos que corren, nuestros oídos y nuestros ojos se han ido acostumbrando
a mensajes que acusan, denuncian, desbordan con multitud de datos, algunos verídicos
y otros falsos, correos electrónicos, páginas de facebook, tertulias y artículos
sobre política y políticos, entre los que, desechando la ganga, brillan algunas
ideas capaces de suscitar dudas razonables.
Lo
bueno de todo esto es que la conciencia ciudadana comienza a moverse. Lo sorprendente,
que el germen de este movimiento se deba
a un nonagenario, Stéphane Hessel, quien después de haberlo visto casi
todo fue capaz de indignarse.
Las
verdades que guarda el manifiesto de Hessel, ese Indignez-vous gritado desde las vísceras, no cabe duda de que han
favorecido la revolución creciente de las ideas. El movimiento 15-M no acabó con el desmantelamiento
de la acampada de Sol. En mi opinión, la indignación de entonces nos ha conducido
a la reflexión de ahora.
Pertenezco a una generación que creyó en el cambio.
Voté la Constitución del 78, dije NO en el polémico referéndum consultivo del
86 sobre la permanencia de España en la OTAN (era tan ingenua entonces que me
creí a pies juntillas aquel equívoco eslogan: OTAN, de entrada no); he acudido a todas las convocatorias
electorales con la intención de que mi voto ayudara a construir esa sociedad
igualitaria y justa con la que soñábamos los que habíamos crecido en la
dictadura, y ahora me toca, como a tantos españoles de mi generación, asistir
con estupor al desmoronamiento de un montaje político que tal vez nunca llegara
a ser digno de llamarse DEMOCRACIA.
Lo llaman
democracia y no lo es, proclamaron miles
de personas tomando pacíficamente las calles y plazas hace poco más de un año. Hoy
estoy convencida de que a quienes gritaban semejantes consignas les asistía la
razón.
No existen mecanismos que garanticen la democracia
interna de los partidos, la Ley electoral sigue discriminando a las fuerzas
políticas minoritarias (todos sabemos que el precio que los partidos políticos
han de pagar por un escaño en el Parlamento es inversamente proporcional a los
votos recibidos); los poderes del Estado carecen de independencia.
¿Qué nombre entonces deberíamos dar a este
tinglado?
No sé si sobran representantes o faltan
representados (me aburre soberanamente el comparativo con Alemania que no deja
de marear mi correo), pero si observamos los escaños del congreso, vacíos
tantas veces, no resulta complicado deducir que nos apañaríamos con la mitad.
Lo que sí parece evidente es que no andamos
sobrados de buenos políticos; más bien al contrario, los españoles estamos faltos de
mentes sensatas y conciencias rectas que sepan gobernarnos con acierto y
equidad.
Nuestros gobernantes nos han
conducido al índice de paro más elevado de la UE; han permitido que el fraude
fiscal se coloque escandalosamente por encima de la media europea; han
concedido amnistía a la evasión de capitales, los delincuentes de corbata se marchan
de rositas; los escándalos en la administración pública, con dineros públicos
de por medio, proliferan como setas; seguimos sufriendo una ley de
incompatibilidades que, en determinados supuestos, autoriza el desempeño de un
segundo puesto de trabajo remunerado en
el sector público. Y por si no fuera suficiente, la deuda pública alcanza
cifras de escalofrío; la banca recibe inyecciones de dinero del Estado mientras
los banqueros se despiden con cantidades vergonzosas en el bolsillo; la Iglesia
sigue gozando de exenciones fiscales y enriqueciéndose más al mostrar sus riquezas. Muchos
profesionales liberales atesoran dinero a espaldas del fisco (ni declaración de
ingresos ni facturas al usuario por el pago de los servicio prestados), y todo ello
porque ningún gobierno ha querido poner en práctica fórmulas legales
conducentes a corregir semejantes desatinos.
Ante este
panorama, en un país donde la mala gestión ha hundido la economía, tendrían que
cambiarse con urgencia algunas leyes para que no sean las clases más
desfavorecidas, y la masa del funcionariado, los únicos soportes de la pretendida
y necesaria recuperación. Los gobernantes deben recortar de donde sobra, no de
los derechos de los gobernados.
Durante las últimas décadas, nuestros representantes políticos nos dormían con cuentos,
nos metían el miedo en el cuerpo para su beneficio, como a Pedro con la amenaza
del lobo. Explotaban el 23-F y, con todo
el mundo al suelo acallaban voces y conciencias.
Y de paso, se iban aficionando al juego
bipartidista. A la descalificación y al insulto cuando tocaba ejercer de
oposición, siempre con el ansia mal disimulada de alcanzar la deseada alternancia,
tan rentable y sustanciosa a juzgar por la resistencia que cada equipo oponía, llegado el momento, a
abandonar el estadio PODER. No importaban los medios si se lograba el fin: seguir con
el balón en los pies cuatro años más.
Y mientras tanto, nosotros, sus electores, los que
les otorgábamos el ansiado mandato, nos íbamos convirtiendo en espectadores de su
circo.
Lo llaman
democracia y no lo es. Y lo malo es que tienen razón; Hessel y quienes han enarbolado su bandera. Tal vez entre
todos hayamos desvirtuado la palabra democracia y el significado que encierra.
Pero no es momento de lamentarse ni de lanzar
mensajes catastrofistas, sino de unir nuestras voces para exigir coherencia y
juicio a los que nos gobiernan. En voz alta. Sin miedo. Porque los gobernantes
tienen que ser capaces. Servidores del pueblo. Conscientes de que deben
anteponer el bien común a sus intereses. Sabedores de que han sido elegidos por
el pueblo para gobernar, no para beneficiarse desde el poder que el pueblo les
ha otorgado.
Solo entonces podremos llamarlo democracia y tendrá el honor de serlo.
Consolación González Rico