Ese afán de trascendencia, inherente a la condición
humana, siempre nos ha conducido a la no aceptación del no ser. La muerte, el vacío que la acompaña,
el recuerdo de los que amamos y nos amaron, están presentes en cualquiera de
las manifestaciones del arte, ya sea en un lienzo, un pentagrama o una
página escrita al dictado de la memoria, emborronada a veces por esa lágrima que
duele.
Y los personajes literarios, como no podría ser de
otro modo, interpretan la muerte, la piensan y la sufren, se debaten entre el
dolor de la pérdida y la exigencia imperiosa de la vida, que sigue su curso sin
aquéllos que ya no son.
Dejo aquí dos fragmentos extraídos de mis novelas que en un día como hoy podrían prestarse a la reflexión.
El primero recoge la nostalgia de Andrea Morales,
personaje central de Esclavos
de un motivo, al evocar
a la madre que le arrancó la muerte en sus años infantiles:
Mi madre, y la suavidad de sus manos.
Su voz de poesía y de cuentos en las oscuras y lluviosas noches de invierno,
cuando el viento del norte traqueteaba la ventana de mi habitación para
llevarse el sueño. Mi madre, y el sabor amargo del piramidón, que siempre traía
en aquella pequeña copa, con un racimo de uvas tallado en el cristal azul,
acompañado del familiar tintineo de la cucharilla cuando la fiebre poblaba mi
almohada de fuego y delirios. Mi madre, y la caricia de su abrigo de mutón en
aquellos domingos de diciembre, cuando me pegaba a ella en los bancos de la
iglesia y, con mis dedos pequeños y helados, dibujaba círculos de seda sobre la
piel marrón de aquel abrigo tan bonito que mi padre le había regalado por su
cumpleaños.
Hasta que un atardecer de otoño me
llevaron a casa de la abuela Julia. «No te preocupes, Andrea, pronto
estarán aquí. Se han tenido que ir a Madrid porque allí hay muy buenos médicos
—decía mi abuela con los ojos brillantes—. Duérmete tranquila». Pero yo no
podía dormirme tranquila. A mis diez años presentía que algo muy grave estaba
ocurriendo.
Todo el pueblo pasó aquella noche por
la casa de la abuela Julia. Dos días más tarde mi madre volvió, y a mí
me vistieron de gris para acompañarla en su último viaje.
Y el segundo, expresa el lamento de Crisanta, protagonista de Una mujer de la Oretana, ante el
cuerpo inerte de su hija:
¡Ojalá que tus ojos pudieran mirarme,
aunque me dijeran que había errado! Y tu memoria reviviera por unos instantes,
para que tu boca tranquilizara mi conciencia. O lo contrario, que yo lo estaría
lamentando hasta el fin de mis días. Pero la muerte te ha arrancado de la boca
las palabras, y de los ojos la luz, y de la cabeza el entendimiento. Y esta
vieja, que siempre te ha querido más que a la niña de sus ojos, no acierta a
entender por qué ha aguardado hasta hoy, siendo que la muerte es el único momento de la
vida que lo convierte todo en imposible.
Y este último
pensamiento, el que cierra las sabias cavilaciones de Crisanta acerca de la
muerte, hoy me resulta inquietante.
Sí, es lamentablemente cierto; la muerte lo convierte todo en imposible. Imposibles las palabras
no dichas, las caricias robadas por el egoísmo, las miradas arrebatadas a la
ternura; la mano tendida hacia la voz que clama.
Imposible el amor, la
solidaridad, el respeto, la paz…
Imposible la vida que no supimos vivir.
Consolación González Rico
Que bueno, Conso.
ResponderEliminarGracias por tu sensibilidad e inteligencia
Gracias a ti por tus palabras; por hacerte eco de estas reflexiones mías que a veces necesito compartir.
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