jueves, 8 de marzo de 2018

Día 8 de Marzo: Por ellas, esas mujeres sin voz


 

Aunque el calendario había entrado sobradamente en la estación húmeda, el agua se hacía esperar, y el cauce seco del río Senegal no permitía atender las necesidades mínimas de los escasos pobladores del valle. Riachuelos y pozos, que antaño abastecían la aldea, también se habían secado, y con el agua cada vez más lejos, las ocupaciones de las mujeres giraban en torno a la búsqueda del preciado líquido y su acarreo.
Oureye se dio cuenta de que la vida en aquel desierto nada tenía que ver con la que llevaban en Iwel. Allí sólo había que esperar a que las nubes oscuras se volcaran en la tierra para plantar las semillas de mijo y cacahuete, y luego verlas crecer deprisa hasta su recolección. Bebían cuando tenían sed, ellos y sus ganados; se aseaban el cuerpo y lavaban sus ropas; nunca les faltaba el agua para cocinar los alimentos y, al paso de las lluvias, la naturaleza estallaba en los árboles y en el suelo, mostrando sus infinitos tonos de verde para el alimento de las aves y del ganado; los lagos y estanques recuperaban con creces las pérdidas producidas en la estación seca, y los campesinos la calma. Y por si fuera poco, la limpieza de la tierra y del aire ayudaba a la salubridad del ambiente y frenaba las infecciones.  
Aquí, sin embargo, ella y su madre, como el resto de las mujeres que habitaban en aquel arenal, debían emprender cada día un largo y caluroso camino, para traer a la choza unos cuantos litros de agua con los que resistir hasta la siguiente jornada.
Muchos días, las más jóvenes hacían el trayecto por segunda vez, aun a riesgo de volver de vacío, unas veces por falta de agua, y otras por falta de acuerdo con el dueño del pozo.
Caminaban sin más compañía que la de los buitres que caracoleaban sobre sus cabezas, bajo un sol cuya fuerza estaba acabando con especies que no fueran las temibles serpientes venenosas o los escorpiones, camuflados en las dunas que anticipaban el desierto.
Oureye no se acostumbraba a aquellos caminos de arena, a aquella paz ardiente y plana; a los días siempre iguales que se encadenaban unos a otros lo mismo que ellas, las mujeres de las aldeas del valle, que una tras otra arrastraban la carga de agua sobre sus espaldas en hileras de fatiga, con el cuerpo inclinado hacia delante, y los ojos y los pasos soterrados en arena.

Consolación González Rico

(De mi novela “Entre la arena y el cielo”, Premio Casino de Lorca)