Aunque el calendario había entrado sobradamente en la estación húmeda, el agua se hacía esperar, y el cauce seco del río Senegal no permitía atender las necesidades mínimas de los escasos pobladores del valle. Riachuelos y pozos, que antaño abastecían la aldea, también se habían secado, y con el agua cada vez más lejos, las ocupaciones de las mujeres giraban en torno a la búsqueda del preciado líquido y su acarreo.
Oureye se dio cuenta de que la vida en aquel
desierto nada tenía que ver con la que llevaban en Iwel. Allí sólo había que
esperar a que las nubes oscuras se volcaran en la tierra para plantar las
semillas de mijo y cacahuete, y luego verlas crecer deprisa hasta su
recolección. Bebían cuando tenían sed, ellos y sus ganados; se aseaban el
cuerpo y lavaban sus ropas; nunca les faltaba el agua para cocinar los
alimentos y, al paso de las lluvias, la naturaleza estallaba en los árboles y
en el suelo, mostrando sus infinitos tonos de verde para el alimento de las
aves y del ganado; los lagos y estanques recuperaban con creces las pérdidas
producidas en la estación seca, y los campesinos la calma. Y por si fuera poco,
la limpieza de la tierra y del aire ayudaba a la salubridad del ambiente y
frenaba las infecciones.
Aquí, sin embargo, ella y su madre, como el resto
de las mujeres que habitaban en aquel arenal, debían emprender cada día un
largo y caluroso camino, para traer a la choza unos cuantos litros de agua con
los que resistir hasta la siguiente jornada.
Muchos días, las más jóvenes hacían el trayecto
por segunda vez, aun a riesgo de volver de vacío, unas veces por falta de agua,
y otras por falta de acuerdo con el dueño del pozo.
Caminaban sin más compañía que la de los buitres
que caracoleaban sobre sus cabezas, bajo un sol cuya fuerza estaba acabando con
especies que no fueran las temibles serpientes venenosas o los escorpiones,
camuflados en las dunas que anticipaban el desierto.
Oureye no se acostumbraba a aquellos caminos de
arena, a aquella paz ardiente y plana; a los días siempre iguales que se
encadenaban unos a otros lo mismo que ellas, las mujeres de las aldeas del
valle, que una tras otra arrastraban la carga de agua sobre sus espaldas en
hileras de fatiga, con el cuerpo inclinado hacia delante, y los ojos y los
pasos soterrados en arena.
Consolación González Rico
(De mi novela “Entre la arena y el cielo”, Premio Casino
de Lorca)