- Corre, Celia. Abre los ojos. Busca la luz. Sabes que puedes
hacerlo. Abrázate a tus sueños y sal. Tienes un minuto. No los ahogues en el
mar… ¡Sígueme!
- ¿Quién eres? ¿Dónde estás?
Quiso respirar, pero no tenía aire. Aquella voz que la había
llamado desde el otro lado de las tinieblas se diluía en su pensamiento. Abrió
los ojos unos segundos tratando de acabar con aquella confusión, pero la
agitación del mar, las partículas en suspensión que arrastraba y la propia
salinidad del agua, la obligaron a cerrarlos casi al mismo tiempo. Fue en ese
instante cuando se hizo la luz en su cerebro. Estaba aprisionada en aquella
cueva. Cercada por las rocas. Sumergida en el mar. Aire. Sus pulmones necesitaban
aire. Tenía que salir. Encontrar la abertura de la cueva, lo mismo que había
encontrado sus sueños. Aferrarse a ellos con fuerza y ascender a la superficie. Se
ahogaba. Unos segundos, y el agua cerraría su respiración para siempre. No
debía moverse apenas, para no consumir el oxígeno que pudiera quedarle dentro.
Abrió los ojos de nuevo, y giró sobre sí misma en un gesto de reconocimiento
intentando encontrar la
salida. Allí estaba, cegada por los remolinos que formaban
las olas. Adelantó los brazos en esa dirección, buscó la horizontalidad del
cuerpo y los miembros, y movió los pies con la rapidez que sus escasas fuerzas
le permitían.
Los pulmones y las sienes le estallaban cuando su cabeza
emergió a la
superficie. Mientras devoraba bocanadas de aire que sabían a
sal, una voz, la suya propia, rescatada por el pensamiento, repetía sin
descanso: “Mis sueños… No quiero que se
ahoguen mis sueños…”
Consolación González Rico
De mi novela La voz del mar. Editorial Ledoria 2011
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