Llovía
en la carretera. El
ruido del agua al golpear el coche se convirtió en el único sonido de mi solitario
trayecto. Conecté la radio. A
los pocos minutos, una noticia surgió de las ondas para arrancarme de la
pasividad con la que me enfrentaba a los 90 kilómetros de
viaje: Cientos de subsaharianos resisten en
las laderas del monte Gurugú, a la espera de la ocasión para saltar la valla
limítrofe con Melilla y llegar a España.
Subí el
volumen. La comentarista comenzó a hablar de las condiciones miserables en las
que se veían obligados a subsistir los jóvenes negroafricanos: montañas de
desechos malolientes, falta de comida y de agua, suciedad de meses pegada al
cuerpo… Ahora, seguía diciendo, agravadas por el cambio de estación y la
llegada del frío.
Enseguida,
sus palabras dieron paso a la entrevista realizada a uno de los supervivientes
por un equipo enviado a la
zona. Se trataba de un nigeriano llamado Sunday, a quien las
condiciones infrahumanas del gueto, según apreciaba su entrevistador, no habían
logrado borrarle la sonrisa.
La
lluvia arreciaba. El ruido del agua contra el vehículo servía de fondo a la voz
de aquel joven de veinte años. En un castellano dificultoso pero inteligible, hablaba
de hambre, de noches en el suelo sin más lecho que el barro; de golpes y hurtos
perpetrados por los gendarmes marroquíes. Y lamentaba el muchacho, sobre todo
lo demás, que hubiesen llegado a requisarle su teléfono móvil, único puente de
unión con la familia que había dejado a la otra orilla del desierto, desposeída
de sus escasos bienes por sufragarle un viaje a la esperanza.
Claro
que conocía la situación de crisis que sufría España, respondía Sunday al ser
preguntado, pero el retorno a su país supondría la vuelta a la miseria de por
vida.
Por eso
seguiría allí. Resistiendo. Pegado a la valla y a su sueño.
Sin
darme tiempo a reflexionar acerca del duro testimonio que acababa de oír, la
sintonía del programa se impuso a la violencia del agua y, con absoluta naturalidad,
la voz de la locutora dio paso a la segunda noticia: En España, cada vez son más los hombres que pasan por el quirófano para
mejorar su musculatura.
Escuché.
Con argumentos como la preocupación creciente que el físico cobraba en el
elemento masculino, comentaba la novedad, esta vez reforzada por la presencia
en el estudio de un cirujano plástico de prestigio probado. El facultativo no cesaba
de alabar las bonanzas de los implantes musculares. Pectorales, gemelos,
bíceps. Incluso, avanzó como primicia a los oyentes que estaba desarrollando una
técnica, pionera en su especialidad, dirigida a implantar la llamada tableta de chocolate. Para muchos, el
súmmum de la perfección corporal.
Aducía
persuasivo el médico, que el nivel de satisfacción de los intervenidos era
elevado, y que su autoestima, tras someterse a la operación y disfrutar de sus
efectos, experimentaba también un incremento notable muy sano para su vida social. A ello había que añadir que este tipo
de intervenciones comenzaban a extenderse a las clases medias y bajas: la inversión en la propia imagen empieza a
ser una prioridad, terminó aseverando el cirujano plástico, muy en su
papel.
El
limpiaparabrisas casi no podía digerir la tromba de agua que caía de las nubes,
mientras la locutora, siguiendo el patrón del programa, daba paso a la primera
llamada telefónica. El hombre que estaba al otro lado de la línea se llamaba
Jorge y tenía treinta años. Harto de sufrir el complejo ocasionado por unas
piernas escuálidas, había decidido acudir a la cirugía. Tras la
operación, podía lucir el par de gemelos de sus sueños, usar pantalón corto
cuando se le antojase, o pasear por la playa sin complejos.
Era
feliz; así lo evidenciaban sus palabras.
Yo, lo
mismo que el limpiaparabrisas, tampoco era capaz de digerir la conmoción que el
contraste de las dos noticias me había provocado.
No tuve
ánimos para escuchar la nueva llamada entrante, en la que otro de los pacientes
seguiría abundando en las maravillas del cirujano escultor.
Alargué
la mano y desconecté la radio.
Consolación González Rico
Colaboración para la Revista Cultural Oretana,
publicada en diciembre de 2012
por el Centro de Adultos "La Raña" de Navahermosa -TOLEDO-
Decía hoy Arturo Pérez Reverte en una radio nacional que la imbecilidad es peor que la maldad; que los resortes de la maldad pueden hasta comprenderse, pero la imbecilidad... Creo que la frivolidad, que es la imbecilidad elevada a la enésima, me hace congraciarme con Pérez Reverte. Excelente columna, amiga.
ResponderEliminarGracias, Pepe. Hay cosas carentes de ética y estética, y la conjunción de dos noticias como éstas, indica la torpeza de quienes hicieron posible un contraste tan revulsivo.
EliminarUn abrazo, amigo.
El mundo desarrollado y el subdesarrollado, los ricos y los pobres; las necesidades reales y las fingidas. La realidad y la ficción. El mundo y el espacio vacío de contenido. Y entre todo ello la tristeza por los que buscan un destino mejor, y la pena de lso que busan otra cosa sin saber que ya lo tienen todo.
ResponderEliminarMi pregunta, Jesús, sería en qué nos hemos equivocado para que, en lugar de reducirse, la distancia entre los dos mundos se haga cada vez más grande...
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