Había
pasado mil veces con el coche por Los Navalmorales, camino de Toledo. Recuerdo
que siempre se me escapaban los ojos, con la rapidez del vuelo de un pájaro,
hasta el cerro vigía que guarda el pueblo de los vientos del este; siempre he envidiado esa dotación de la
naturaleza a las aves que solo se nos concede a los humanos en los sueños. Esta
vez sucumbí a la
tentación. No me llevaron las alas, sino unas botas de suela
de goma y el deseo de mirar desde arriba; lo mismo que los pájaros.
Veinte
minutos subiendo. El cielo se apretaba de nubes repletas de agua, que se
removían a placer cada vez más cerca. Parece
que nos vamos a mojar, le comentamos, ya casi en la cima, al hombre que
iniciaba el descenso. Estábamos arriba. El aire, cargado de humedad. La ermita,
envuelta en nubes grises y torres eléctricas (algún precio habría que pagar a
cambio de tanta belleza).
Fotos y descenso apresurado, sin paraguas, entre una
lluvia tímida y fría. Un café para entrar en calor, y el regreso a casa.
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