sábado, 5 de enero de 2013

SU PRIMERA DESILUSIÓN






 Celia no podía dormir aquella víspera de Reyes. Tenía cinco años y había pedido un muñeco llorón. Con el cuerpo blandito y la cara y las manos de carne, como el de Ana, le decía a su madre. Porque Ana, la hija del médico, tenía su misma edad y unos juguetes que eran un sueño. Pero en el campo no había lugar para los sueños. Por eso, su madre había velado dos noches para vestir aquel muñeco de caucho rígido, que consiguió en la única tienda del pueblo. Un metro de raso azul y seis horas de vigilia no fueron suficientes para disfrazar el cuerpo desgarbado del monigote. Los ojos de Pilar, enrojecidos por el sueño, le dirigieron una última mirada antes de guardarlo en el armario. No era lo que su hija le había pedido, pero sí lo mejor que podía ofrecerle.


Aquella noche del cinco de enero del 64, Pilar tuvo que esperar largo rato hasta escuchar la respiración acompasada de la niña. Con sigilo se acercó al armario, cogió el muñeco, levantó la cortina y lo acomodó en el hueco de la ventana. Como si el roce de la tela hubiera tocado el sueño de Celia, ésta suspiró entrecortadamente y se dio media vuelta.
- ¿Ya vienen los Reyes, madre? –preguntó sin abrir los ojos.
Pilar arrebujó entre las mantas el cuerpecillo menudo de su hija, la besó en el pelo y le dijo muy quedo al oído:
- Duérmete, no vayan a oírte los Reyes Magos y pasen de largo...

A las pocas horas, el canto de los gallos, o tal vez las siete campanadas del reloj de la torre quebraron el sueño intranquilo de Celia, que se incorporó con el corazón saltándole en el pecho. Buscó a tientas el interruptor de la luz y lo pulsó varias veces hasta que sus dedos infantiles acertaron con el mecanismo. Necesitaba los zapatos, pero enseguida recordó que su madre los había puesto en la ventana, y su madre no quería que anduviera descalza por el suelo. No importaba. Desde los pies de la cama, si estiraba mucho el brazo, podía asir la cortina y tirar de ella con todas sus fuerzas hasta descorrerla. ¿Cómo sería su muñeco? Seguro que abría y cerraba los ojos, y hasta sería capaz de llorar si lo volteaba hacia abajo y hacia arriba. Lo mismo que el de Ana. Y cuando lo estrujara fuerte, como hacía su madre con ella cuando la quería mucho, su cuerpo sería blando y suave, igual que el del muñeco de Ana. ¡Cómo le gustaba cogerlo! Pero Ana era una tonta; sólo se lo había dejado una vez. Claro, que eso ya no le importaba; en cuanto tuviera en los brazos a su muñeco, ya nadie se lo iba a quitar. Lo iba a querer tanto como su madre la quería a ella, porque ella iba a ser la madre de su muñeco llorón desde ese día. Y hasta le podría lavar la cara y las manos con el agua de la fuente, como le había visto hacer a Ana. Dominada por la impaciencia y la curiosidad, levantó las dos manos y tiró de la cortina.

Cuando su madre entró en la habitación, dos horas más tarde, la encontró abrazada al monigote de caucho con la cara brillante y la almohada humedecida. A sus cinco años, acababa de conocer la amargura de la primera desilusión.

Consolación González Rico
Fragmento de mi novela La voz del mar,
ganadora del II Certamen de novela López-Torrijos
 EDITORIAL LEDORIA 2011

 

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