Intemperie: una joya en medio del secarral
Las
imágenes de la nieve saltan estos días del telediario o de las redes sociales
despertando en mi recuerdo estampas viejas. Ha
nevado en el pueblo, dice también mi madre, y la nostalgia, la mía, viaja
hasta el otro lado del hilo telefónico con botas de goma, y se hunde en la
blandura azulada entre el crepitar de los pequeños cristales.
Cuelgo el
teléfono y vuelvo al libro que, desde hace dos días, estoy devorando y me
devora: Intemperie. La geografía a la que me transporta, y en la que se
mueven mis emociones, es bien distinta: no nieva en Toledo ni en el libro, y
sin embargo, esta intemperie me
arropa y me fascina.
He
llegado al final. Cierro el libro y respiro con satisfacción. Mi entusiasmo
hace que me olvide de la ausencia de nieve. Tengo que reconocer que la novela
me ha impresionado, y no dejo de darle vueltas a la historia y al modo de
contarla.
Su autor,
Jesús Carrasco, ha sido para mí todo
un descubrimiento. Ha hecho, sin duda, un excelente debut en el panorama
narrativo con esta novela en la que un niño huye de un entorno que ha roto su
infancia para enfrentarse a kilómetros de soledad y miedo, a través de una
llanura, interminable y seca, que tendrá que atravesar para librarse de sus
depredadores. Por suerte para él, su encuentro con un viejo cabrero le
descubrirá que existen otras formas de vida donde no gobierna la violencia. Otras
maneras de interrelación, en las que prevalece el principio de armonía con
la naturaleza.
Intemperie
es un relato
crudo, valiente, arriesgado y genial. Los personajes no tienen nombre, ni falta
que les hace. Hablan poco, observan y sienten. Tampoco importan los lugares ni
el tiempo. La novela fluye como un río que te transporta al corazón de sus
protagonistas y de la historia; que enfrenta la inocencia con la depravación;
que envuelve naturaleza y trama; que muestra caminos salvadores por los que
escapar a un mundo donde la moral ha huido de sus gentes, lo mismo que el agua
se ha escapado de la tierra.
Jesús Carrasco narra con frases cortas y alma de
poeta. Roba los sentidos al lector hasta el punto de hacerle percibir, una a una, las sensaciones que experimentan los personajes. El texto, a mi juicio una joya tallada con minuciosidad y acierto, está
salpicado de imágenes inéditas y sorprendentes que, en lugar de estorbar al
hilo narrativo, lo visten de exquisito lirismo:
“Le dio al viejo las buenas noches y,
como era habitual, no recibió respuesta. Tumbado, repasó el firmamento en busca
de las constelaciones que conocía, y cuando hubo terminado, dirigió su mirada a
la luna creciente. El resplandor lechoso le hirió las retinas. Cerró los ojos y
dentro de ellos vio persistir el fogonazo en forma de arco...”
“El niño no tuvo tiempo de asustarse.
Saltaron en él todos los resortes de la supervivencia y, en un primer momento,
apretó su espalda contra la pared como si así fuera a disponer de más espacio
sobre la ménsula.
Espacio para saltar al otro lado del tubo, sobre el humo y
las llamas. Sus células pensaban por él y entre las opciones posibles no
consideraron la de dejarse caer sobre los serones ardientes y salir de una vez
al aire seco del llano. Si llegaba el caso, dejaría que el fuego, como un hurón
ciego y voraz, le mordiera hasta matarle…”
Espero
que cuando no nieve en Toledo, caiga en mis manos un libro como éste que me
libere de la frustración.
Consolación González Rico
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