jueves, 28 de marzo de 2013

TERTULIAS EN LA SASTRERÍA






Siempre que regreso a mi pueblo y recorro sus calles, me asaltan las historias que se esconden en las esquinas como bandoleros de los caminos de la vida; esos recuerdos viejos que dormitan como fantasmas en las casas, aunque la pintura de sus fachadas, y algún que otro cambio realizado en ellas por sus nuevos moradores, se empeñen en borrar las huellas del tiempo.

Hoy, al pasar junto a la que fuera sastrería, una casita recortada en chaflán, cuya puerta frontal se ha convertido en ventana, la memoria me ha transportado en volandas a los primeros años de mi infancia, cuando aquel pequeño recinto, por voluntad y carisma de El Sastre, se convertía en lugar de reunión de las fuerzas vivas del pueblo: médicos, maestros, curas, practicantes, y campesinos con alma de filósofo, se dieron cita durante lustros en aquella habitación que olía a paños nuevos, a humedad y a jabón de marcar.

La máquina de coser enmudecía por unas horas, las tijeras, despatarradas sobre la pana negra de canutillo, aguardaban pacientes sobre la tabla de cortar, y las agujas y dedales se perdían entre los pliegues del traje a medio hacer.

Era entonces cuando comenzaba la tertulia.

Mi padre, hombre de mente inquieta y carácter abierto, fue uno de los asiduos de tan curioso foco cultural. Recuerdo que, al llegar a casa, solía comentarle a mi madre el tema del día objeto de debate. Con un grupo tan plural, es fácil imaginar que allí se mezclaran los dogmas y el descreimiento, la ciencia y la experiencia, la izquierda y la derecha, el pulimento obtenido de los libros, con el rudimento pragmático de la ruralidad, transmitido por el saber popular.

Las crónicas caseras de mi padre, supongo que eran demasiado densas para ser asimiladas por mi mente infantil (curiosa, por cierto, hasta donde me alcanza la memoria), pero hay una que hoy, a la vista de la pequeña casa de cultura, ha saltado del recuerdo y, tal como la memoria me la dicta, la recojo en honor a aquel círculo de amigos que gozaban con la palabra y el pensamiento.

        Un buen día mi padre empezó a encasillar a las personas en dos tipos: C y F. Los primeros, tenían la nariz chata, la cara redonda, sonreían con facilidad y solían ser felices (a mis ocho años, me miré al espejo y deduje que ése era mi grupo). Los segundos, altos y delgados, de nariz aguileña y poco amigos de la broma, poseían algunos rasgos psicológicos que los predisponían al delito. Había un tercer grupo (no recuerdo bien si llamado M) cuya armonía de rasgos y proporciones iba acompañada de la justeza de carácter y el buen obrar, razón por la cual resultaba difícil hallar algún representante digno de ser encasillado en tan exigente sección. Para otorgar solidez a aquellas teorías, mi padre se apoyaba en las imágenes de un libro que, al parecer, el médico había aportado al círculo de discusión, a fin de ilustrar aquella clase ocasional sobre fenotipo y carácter.

Siento no poder añadir más datos al respecto, aunque, en mi opinión, no importa tanto el qué como el porqué. Lo que de verdad me parece digno de encomio, es que estas humildes paredes guardaran durante años las inquietudes de un grupo de hombres singulares que, arropados por ellas, encontraban en sus conversaciones sobre lo divino y lo humano un antídoto contra la soledad y la rutina.

         ¡Mi admiración a su recuerdo!  



Consolación González Rico
Torrecilla de la Jara
27 de marzo de 2013

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