Una bata
gastada por el tiempo, lo mismo que ella, envuelve su cuerpo tambaleante y
enjuto que, después de una noche vacía de otra piel y colmada de pesadillas, se
incorpora a la monotonía cíclica de las horas.
Un día más, reniega
del espejo que delata su descuido: el pelo enmarañado, marcas azuladas bajo los
ojos, secos por años de ausencia; dos surcos de hastío en las comisuras de unos
labios que ya no saben sonreír.
Él se fue de
su vida una mañana de verano. Ella no tenía cabida en sus planes. Era una
rémora para alguien que perseguía la gloria. Por eso, después de haberla amado, se la
arrancó de su cuerpo y de su sangre; como el cirujano arranca el tejido que
estorba. Desde entonces, las hojas del calendario han pasado por sus días con
el peso de siglos.
Ya no espera
ninguna carta suya. Tampoco su voz cuando descuelga el teléfono. Sin embargo, al igual
que Penélope, ha sabido encontrar su estación, y aguarda incansable el tren que
le traerá su imagen borrada por la vida.
¿Dónde verá
amanecer? ¿Cómo habrá pasado el tiempo por su mirada? ¿Qué marcas habrán dejado
en su rostro los claroscuros de la existencia?
Es domingo,
pero Penélope no necesita su bolso de
piel marrón ni sus zapatos de tacón.
Le bastan la bata y las zapatillas, como cada mañana, para sentarse frente a su
ventana secreta. Conecta el ordenador y
espera. Unos minutos, y tendrá el universo a su alcance para encontrar las
huellas de quien se fue un verano con su corazón en la maleta. La pantalla se
muestra borrosa. ¡Qué cabeza la suya! Otra vez ha olvidado colocarse las gafas.
Ya está. Comillas, el nombre y los apellidos (siempre le queman los dedos
cuando teclea las letras), otra vez comillas, y… la fecha. Un clic, y a esperar que haya
suerte.
No da crédito
a la entrada que aparece en la
pantalla. La sangre le sube a la garganta y, por un momento,
siente que la vista no le responde, a pesar de las gafas. Es él. Por fin lo
tiene delante. Su nombre y sus apellidos. Una reseña y una foto. Las palabras escritas se
atropellan en su cabeza. Demasiada distancia. Demasiado tiempo.
El rectángulo
luminoso se ha convertido de pronto en un espejo delator que responde de súbito
a todas sus preguntas. Selecciona la imagen y la amplía hasta llenar la pantalla. Como si
la mano virtual del puntero fuera prolongación de la suya propia, acaricia con
mimo la geografía agrietada de su piel. Y sus ojos, de un azul apagado como
cielos muertos. Y sus labios, menguados sin sus besos, que tampoco aciertan a
dibujar la sonrisa del triunfador.
Siente agujas que
le punzan en el fondo de las cuencas, y en la garganta, la tenaza dolorosa de
los años, consumidos entre el amor y la espera.
No era así su cara ni su piel, repite
una y otra vez entonando en su queja las notas de una vieja canción. Se
levanta. Con su mirada de cielo que se apaga, él parece querer retenerla; como
si estuviera rogándole las caricias de la pequeña mano, inventadas por el amor en un derroche de ternura imposible. Ella se aleja
arrastrando la bata y las zapatillas.
No puede
resistir aquellos ojos que guardan en su fondo el fracaso de dos vidas.
Consolación González Rico
Has sabido retratar literariamente la soledad y la "derrota aceptada". Enhorabuena y gracias por compartir con todos tus lectores tus escritos.
ResponderEliminarGracias a ti por leerme. Tus comentarios son un grato estímulo. Es un lujo que un lingüista como tú valore lo que escribo.
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