Tras las últimas
correcciones, y después de golpear con fuerza el punto final en el teclado, he
experimentado una especie de nirvana liberador; esa sensación ya conocida de
placidez que suele acompañar al feliz alumbramiento de una novela.
He de decir que,
en mi caso, el proceso de gestación literaria de un nuevo libro suele durar más
de nueve meses (el doble por término medio), aunque en esta ocasión ha fluido
con la fuerza y la rapidez de un torrente.
Comencé la novela
a principios de 2013. Como ya suele ser mi costumbre, fijé los puntos de relato (lo que quería contar),
los distribuí por capítulos y me embarqué en la aventura incierta que siempre
supone el desarrollo de una trama forjada a grandes rasgos en la mente, pero
que después habrá de tomar forma y desarrollarse página a página, hasta
alcanzar la solidez que este género exige.
Esta vez la historia
me iba a requerir un viaje en el tiempo de casi doscientos años, meterme en la
piel de un hombre acabado, y reconstruir los pedazos de su vida, tan alejada de
la realidad en la que se mueve la mía, tanto desde el punto de vista temporal
como vivencial. Confieso que tal circunstancia,
en lugar de suponer una traba, me ha servido de acicate.
Y desde el
pensamiento de Federico, protagonista de la narración, he intentado reconstruir
el lenguaje y las formas de vida de una época oscura; me he adentrado en las
cuevas de la Garganta de las Lanchas, las mismas que dieran cobijo a la partida
de Blas Romo, un bandolero carlista que se refugió en los Montes de Toledo entre
los años 1834-1836, tras las primeras revueltas de Talavera de la Reina contra
las tropas isabelinas; he descubierto el oficio del carboneo, he revivido la
dureza de unas vidas marcadas por la miseria.
En El
último refugio, título
provisional y alternativo de mi octava novela, he desgranado la vida de un
hombre que se echa al monte huyendo de sí mismo sin conseguirlo. Recuerdos,
dudas, ambiciones, venganza, amores, pérdidas, muerte…
Caminará sin
rumbo, pero, en cada paso, Federico sentirá las quemaduras negras de su dura
existencia.
Consolación González Rico
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