miércoles, 15 de julio de 2015

UNA TORTUGA EN LA ACERA


   
     Vivimos en el mismo barrio y nunca nos habíamos cruzado. Mientras yo corría a buscar la sombra, ella, muy próxima a la calzada, inmutable y al parecer complacida, disfrutaba de esos rayos ardientes que se vierten en Toledo ya de mañana, capaces de prender las piedras.
     Unos ojos vigilaban desde lejos; enseguida he comprendido que pertenecían a su dueño y que ella era su mascota.
     Mi afición ya conocida por los animales me ha llevado a interpelar al buen señor.
     —¡Es preciosa! Y enorme—he dicho sin dejar de mirarla.
     —Pues sólo tiene seis años… ¡Anda que no le falta todavía por crecer!
     Yo seguía observando su rara y estática belleza, a la vez que me preguntaba cómo es que su amo la dejaba sola junto al precipicio de la acera, límite peligroso del vértigo colorista de chapa y goma que iba y venía entre rugidos y humo, contraste ostensible con la quietud pétrea de la tortuga.
     —Está muy cerca de la carretera… Y usted muy tranquilo… —me he atrevido a decir.
     —No baja nunca—ha puntualizado él—. A lo más, cuando entra en calor, le gusta dar unos cuantos paseos… Eso sí, siempre por la acera.
     Pueril observación la mía. Era fácil adivinar que ante el más mínimo movimiento erróneo, al hombre no le costaría disuadir en dos patadas las intenciones del animal.
     —¿Puedo hacerle una foto?—he preguntado.
     Y él, muy ufano del posado de su mascota, ha asentido gustoso.
     —Haga usted las que quiera… ¡faltaría más!

     Muy cerca ya, mientras encuadraba la fotografía, me ha parecido grotesca e incongruente la imagen de la tortuga que tomaba el sol en la acera. Desposeída de su hábitat. Contra el mandato de sus genes. Aunque algo en su mirada, una especie de aceptación sumisa, me estaba diciendo que nunca conoció la libertad.

                                        Consolación González Rico

   

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