Los primeros signos
En
la medida en que la confianza y la seguridad de la posesión fueron ganando
terreno, el día a día le enseñó a Celia que aquel postulado de la atracción
entre los polos opuestos, en el que siempre se apoyaba Jaime para justificar la
solidez del sentimiento que los unía, sólo era aplicable a los imanes; no a las
relaciones de pareja.
Por
desgracia, la constatación de este hecho se produjo demasiado pronto. Llevaban
tan sólo seis días casados, y el motivo coadyuvante que le permitió descubrir
las terribles aristas del carácter de su marido fue un pintor ambulante que
vendía su arte en la Plaza de San Marcos de Venecia, entre la humedad provocada
por las olas más atrevidas, y los cientos de palomas que revoloteaban alrededor
del caballete, de la paleta, de sus cabezas y de sus pies.
-
Haga el mejor retrato de su vida, que la modelo lo merece –dijo su marido con
orgullo al artista.
Celia
se sentó en un taburete y, siguiendo las indicaciones del pintor, lo miró unos
instantes de frente, con la cabeza ligeramente levantada.
- Molto bella,
si siñore, la sua esposa. Ojos bellissimos.
Domenico Io hace con grande piacere.
-
¿Qué hace con grande piacere este
payaso? Deja de mirarlo y vámonos.
-
Por favor, Jaime, ya ha empezado su trabajo. No me parece bien dejarlo plantado
ahora.
-
Soy yo quien tiene que decir lo que está bien y lo que está mal.
-
¿Qué te pasa? No sé de qué me hablas.
-
Lo sabes de sobra; no disimules.
Y
dicho esto, tiró de ella bruscamente y, a grandes zancadas, se alejaron de la plaza
con dirección al hotel, mientras el artista no dejaba de lanzar improperios
contra los españoles y su temperamento.
Ella
necesitaba una explicación y él se la dio.
-
Tú eres mi mujer; y mi mujer no mira a nadie más que a mí. No me gustan los
ojitos que le has puesto a ese mamarracho del blusón.
-
Te estás equivocando. Recuerda que has sido tú quien quería el retrato. Lo
único que he hecho es seguir sus instrucciones para facilitarle el comienzo del
trabajo.
-
No trates de jugar conmigo, que todavía no me conoces.
Aquellas
palabras, pronunciadas en tono desafiante apenas una semana después de su boda,
derrumbaron las ilusiones de Celia, que quedaron sepultadas en Venecia entre
las viejas casas carcomidas por el agua y el rumor de los remos de una góndola
cualquiera, que esa noche recibió la amargura de sus lágrimas.
Al
día siguiente, muy temprano, oyó cómo Jaime salía de la habitación con sigilo.
Volvió dos horas más tarde, y cuando bajaron al comedor puso una cajita en su
plato envuelta en papel tela granate, atada con un cordón dorado, y con dos
palabras escritas en la parte superior: Ti
amo.
Los
ojos de Celia lo miraron con infinita tristeza.
-
No quiero verte así. Ábrelo y dime si te gusta.
Era
un pequeño joyero que guardaba unos pendientes y un colgante de oro blanco y
esmeraldas. Con el tiempo, Celia se daría cuenta de que ésa era la única manera
que conocía su marido de pedir perdón.
Consolación Gonzále Rico
(Texto de mi novela La voz del mar. Editorial LEDORIA)
Precioso libro. Que se acabe de una vez por todas con esa lacra, con esos que se hacen llamar "hombres" y que intentan acabar con los sueños de las mujeres y muchas veces, la mayoría lo consiguen. Un NO muy rotundo contra la violencia de género.
ResponderEliminarUn NO desde la educación en la familia; desde la escuela, desde la publicidad, desde la televisión o el cine... Y también desde los libros.
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