Por eso, cuando supe que
mi hermano y yo íbamos a volver al pueblo de nuestra niñez, acudieron en tropel
a mi cabeza el puente de piedra, las barrancas, las escuchas debajo de la cama
de mi tía Inés, a ver si pillábamos noticias del frente al que marchó mi padre
una mañana, sin que supiéramos si estaba vivo o muerto. Y volvieron también los
recuerdos de aquella maldita noche en la que le escuchamos decirle a mi madre
que había que salir a escape de una España en la que el miedo corría a sus
anchas por las calles.
Y a mi imaginación acudió
también el viaje que a los cuatro nos segó el futuro, y a mí, en particular,
los sentires que ya apuntaban en mi corazón, y que tanto dolieron cuando la hoz
del infortunio me los quiso cortar de cuajo.
Y ya, en toda la noche, no
dejé de pensar en la clase de la señorita Aurora, en la palabra “coeducación”,
que sin dejar de sonreír escribió ella bien grande en el encerado para que nos
la aprendiéramos de carrerilla; en ese bendito acuerdo del gobierno de la
República, que nos llevó a Manuela y a mí a compartir el pupitre de madera.
Manuela… ¿Qué habría sido
de ella? Me desazonaba la idea de lo que en más de una década pudiera haberle
deparado la vida; me preguntaba si su padre habría vuelto de la cárcel sano y
salvo para remediar las penurias que en la huerta sufrían su madre y sus
hermanos; si se habría casado y con quién. Diez años era mucho tiempo, pensaba
yo entonces, y más en la vida de una mujer, cuyo destino en aquellos años del
hambre no podía ser otro que asegurarse pan y techo.
Entre aquel torbellino de
pensamientos, me acuerdo bien de que busqué por el hueco de la ventana el
lucero más brillante de todos, y juré que no me vendría de España sin encontrar
a Manuela. Que iría a la huerta, por si un milagro de la vida me la devolvía
entre las calles de los almendros. Con la misma falda azul de vuelo y la misma
blusa blanca llena de bodoques de la última tarde, la tarde de la despedida.
Mirando el camino por el que me alejé con el corazón hecho trizas, encaramado
en la bicicleta de mi padre que iba dando botes entre las piedras, en aquella
fuga forzosa que me apartó de sus labios flamantes con regusto a fruta madura…"
Consolación González Rico
(Fragmento de La vida que perdimos, Editorial Premium 2018)
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