Fue la Asociación de Vecinos "El Tajo", en el barrio de Santa María de Benquerencia de Toledo, quien hizo la llamada. El motivo, la celebración del Día del Libro en la Biblioteca Pública. El tema, "Amores literarios".
Y entre las lecturas de textos de Platón, Cervantes, Shakespeare, Salinas, Neruda, Goethe o Rosalía de Castro, por citar ilustres ejemplos de cuantos allí se dieron cita, tuve la suerte de dar voz a Crisanta, protagonista de mi novela "Una mujer de la Oretana", quien relataba de este modo su noche de bodas, allá por el año de 1886:
“Mira que me habían contado embustes sobre las cosas que me iban a pasar por la noche, cuando me quedara sola con Cayetano. Y claro, con diecisiete años, me lo creí todo a pie juntillas, qué remedio. La retahíla de consejos de mi tía Alberta, que tampoco me faltaron en ocasión tan señalada; la cara de mi madre, que estaba delante con la lengua muda, sin atreverse a mirarme de frente, como si se avecinara una desgracia, y los cuchicheos al oído de las mozas casaderas en el banquete me llevaron a creer que el momento en que un hombre te convertía en su mujer era un mal trago que había que apurar sin respirar siquiera, como el aceite de ricino en las indigestiones o la quinina cuando tenías el paludismo. Lo mismo que otros tragos amargos en la vida. ¿No tenían las mujeres que sufrir lo suyo para parir un hijo? Pues aquello, aunque doliera, seguro que no tenía ni punto de comparación. Y como los malos tragos había que pasarlos pronto, yo me aplicaba con empeño, delante del lavabo, en desbaratar aquellas trenzas que nunca se acababan. La luz del quinqué detrás de mi cabeza, Cayetano detrás de la luz del quinqué, y a lo último las sombras, que danzaban en el espejo al compás de su brazo, como si me hicieran burla por mi azoramiento. Me cogió por la cintura y yo sentí un escalofrío. Después me llevó hasta la cama y puso el quinqué en
—Apaga el quinqué, Cayetano.
—Ya eres mi mujer. Quiero ver tu cuerpo.
—Me da mucha vergüenza que me veas casi en
cueros —le decía yo cubriéndome el vientre con las manos.
—Acuérdate de lo que ha dicho el cura.
Desde que nos echó las bendiciones es como si los dos fuéramos uno solo.
Me llamaron la atención las centellas que
salían de sus ojos y sentí que se avecinaba la tormenta.
—Tengo frío.
Abrió la cama y me alzó en sus brazos. Me
metió dentro con el mismo tiento que si estuviera colocando a la Virgen en las
andas. La calma duró un instante. Cuando quise darme cuenta, su cuerpo se
pegaba al mío y me tentaba por el pecho, por las piernas, por el vientre y su
boca subía y bajaba por los cerros y los surcos de mi piel…. Sus manos de
artista parecía que me moldeaban a la medida de sus deseos, y yo cerré los ojos y le dejé hacer. No me
daba vergüenza, ni tampoco miedo. Quizá fuera porque estábamos a oscuras, o
porque sabía que era mi obligación cumplir con mi marido como Dios mandaba.
Aquello, por buscar una comparanza, era lo mismo que se hacía con la tierra
antes de la sementera; había que calar hondo con la reja del arado para hacer
sitio a la semilla. Así
era la naturaleza. Si
la tierra no se quejaba, no iba a quejarme yo. Después llovió sobre mi cuerpo,
entre suspiros de gozo y resuellos, y me arrebujé contra mi marido, pero volvió
a llover, porque las nubes estaban
chocando dentro de los dos, como en las tormentas de verano. Fue mil veces más
hermoso de lo que me había forjado en la imaginación. Aquella
noche supe que mi marido no sólo tenía las manos de gloria cuando trabajaba la
piedra”.
Consolación González Rico
(De mi novela “Una mujer de la Oretana”, Premio Alfonso VIII de la Diputación de Cuenca)
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