Cuando
escribí “Una mujer de la Oretana”, nunca pensé que se me ocurriría componer una
trilogía con los ascendientes y descendientes de Crisanta, protagonista de la
novela, pero un buen día, decidí que la historia merecía un antes y un después.
La
ejecución de la precuela (más de doscientas páginas), apenas si me llevó medio
año. El último capítulo escrito de la secuela (trece folios), ha absorbido casi
mes y medio de mi tiempo.
Ya
estaba escrito que el hijo de Crisanta se exiliaría a Francia con su
familia en 1941, y que lo harían por las “vascongadas”, para más señas. Lo que
no pensé entonces, por carecer de interés para un hilo narrativo que terminaba
ahí, era que en un futuro, presente ahora, mis personajes iban a darse de
bruces con la ocupación alemana. Este hecho no es banal, y me ha obligado a
estudiar geografía e historia a partes iguales: la que no me enseñaron en la
escuela ni en el instituto, y la que yo tampoco me ocupé en aprender.
¿Por
dónde conduciría hasta Hendaya a mi
familia de exiliados? ¿De quiénes me valdría para dejarlos en la costa
francesa ocupada por los nazis? ¿Quién o quiénes los ayudarían a burlar la
vigilancia, para pasarse a la Francia de Vichy antes de caer en manos alemanas?
Confieso
que dar respuesta con cierta solvencia a las tres preguntas anteriores, me ha
robado la calma, me ha mantenido largas horas buceando entre documentos,
físicos e informáticos, hasta casi faltarme el oxígeno, y sobre todo, me ha
hecho entender la sabia sentencia que solía repetir mi madre con la intención de educarnos para la vida: De la palabra que callas, eres el dueño, de
la que dices, el esclavo.
También de la que escribes.
También de la que escribes.
Consolación
González Rico
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