Iban los cuatro camino de París y se detuvieron en
Poitiers. Aparcaron el R19, color tungsteno, muy cerca de una pequeña plaza
donde lucía en su centro una estatua de Víctor Hugo. Ése fue el único detalle
que ella, aficionada a los escritores franceses del XIX, guardó instintivamente
en su cabeza.
Luego, de la mano de sus dos retoños, deambularon por la
ciudad durante horas, sin acordarse del coche ni de Víctor Hugo.
Las sombras de la tarde comenzaron a borrar la orientación
y las calles, los niños se hallaban al borde del agotamiento, y urgía retornar
al coche tungsteno, abandonado junto al monumento del escritor.
Ella, que presumía de un francés más que aceptable, abordó
a unos cuantos transeúntes intentando localizar la plaza donde aguardaban su
regreso el escritor y el coche. ¡Nada!
—¡La Gendarmería! —gritó de pronto como si viera el cielo
abierto.
Entraron. Unas breves explicaciones bastaron para que los gendarmes
ubicaran rápidamente las coordenadas de su interés. No estaba cerca. Indicaron
a la mujer que los siguiera, descendieron al parking y la sentaron en un coche
patrulla.
Lo que sucedió después, bien podría ser una escena cinematográfica
extraída de una comedia americana:
A velocidad de vértigo, los defensores del orden se
lanzaron por las calles de la ciudad, mientras ella, en la parte trasera del
vehículo, apenas era capaz de sujetar el cuerpo ante las sacudidas de las
curvas.
Pero lo peor estaba por llegar. A mitad de camino, la
pareja hubo de ocuparse de una detención. Frenazo, gritos, carreras y esposas.
Y así, compartiendo espacio con el detenido, como una
vulgar delincuente, llegó la mujer a su estatua y a su coche.
—¡Síganos!—le ordenó el más alto sin más explicaciones.
Con el corazón encogido, voló ella al volante del
R19 por las calles de Poitiers hasta la Gendarmería.
Allí estaban los tres. Esperándola.
—¿Por qué has tardado tanto, mamá? —le preguntó la pequeña
con cara de sueño.
—¡Vámonos de aquí! Fuera os lo explico —respondió ella con
cara de pocos amigos, al tiempo que se despedía de los gendarmes con un gesto
leve de su mano derecha y un escueto merci
beaucoup.
Desde entonces no he vuelto a Poitiers, aunque tengo la intención de hacerlo. No en vano, allí viví una de las aventuras más trepidantes de mi vida.
Consolación González Rico
Consolación, bonita experiencia para relatarla como si de una aventura novelesca se tratara. Seguramente no tan bonita cuando sucedió.
ResponderEliminarFelicidades, un abrazo.
Gracias, Eduardo. En este caso, se cumple aquello de que "la realidad supera a la ficción". No he tenido que echar mano de la fantasía para narrar tan increíble experiencia. Un abrazo.
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