Unas cuantas
semanas han bastado para borrar la primavera del paisaje. Las flores azules del
camino son ahora pasto sediento, tímida queja de naturaleza castigada que
cruje bajo mis pies.
En el lecho del río, entre piedras, ovas y lodo, salta desafinado el canto verdinoso de alguna rana que resiste los rigores de julio a la espera de concluir su ciclo vital, siguiendo el dictado de sus genes.
En el lecho del río, entre piedras, ovas y lodo, salta desafinado el canto verdinoso de alguna rana que resiste los rigores de julio a la espera de concluir su ciclo vital, siguiendo el dictado de sus genes.
Luego, revolotean inquietas hasta la línea negra del tendido eléctrico que divide en dos el azul del cielo. Me detengo a unos metros e intento contarlas. Imposible. Son demasiadas y no cesan de moverse. Me acerco más y levantan el vuelo precavidas; no saben que hoy mi corazón/comería de su pico.
Continúo mi paseo. Ya no queda nada de la reciente y espléndida primavera; ni dentro ni fuera. No sé si el paisaje es mi espejo o si yo soy el suyo. Las amapolas rojas que en la tardía floración brotaban de las piedras, se han convertido en despojos marchitos, y esas mismas piedras son ahora su tumba.
Continúo mi paseo. Ya no queda nada de la reciente y espléndida primavera; ni dentro ni fuera. No sé si el paisaje es mi espejo o si yo soy el suyo. Las amapolas rojas que en la tardía floración brotaban de las piedras, se han convertido en despojos marchitos, y esas mismas piedras son ahora su tumba.
Duele la
primavera muerta. Sólo los cardos sobreviven en la tierra abrasada. Y anhelo ese don que algunas plantas poseen para adaptarse a la inclemencia del
medio que las devora; el corazón humano no siempre es capaz de desarrollar
espinas para librarse de la devastación.
Esta mañana, mis pensamientos se ahogan entre el pasto ardiente del
suelo. Desearía que la naturaleza me hubiera provisto de alas para buscar
primaveras en otros cielos, lo mismo que las aves migratorias.
Como si hubiera adivinado mi deseo, el pequeño caballito de madera, dueño del parque que dormita en la ribera del arroyo, despliega sus alas invisibles y me ofrece su montura para huir por el aire a ese tiempo perdido entre las nubes; a ese lugar lejano donde habitan las flores y los sueños muertos.
Como si hubiera adivinado mi deseo, el pequeño caballito de madera, dueño del parque que dormita en la ribera del arroyo, despliega sus alas invisibles y me ofrece su montura para huir por el aire a ese tiempo perdido entre las nubes; a ese lugar lejano donde habitan las flores y los sueños muertos.
Ya de regreso a casa, no dejo de pensar en palomas volando bajo cielos azules ...
de las palomas,
sus aleteos aturdidos,
capaces de alejarlas de la tierra
quemada.
Envidio el cable que sostiene
la esperanza compartida
de sus amaneceres,
el agua fresca del arroyo
que sacia su sed temprana.
el agua fresca del arroyo
que sacia su sed temprana.
Admiro el dibujo torpe,
siempre libre,
de sus revoloteos temerosos
bajo cielos azules,
huyendo
de una sombra
que imaginan hostil.
que imaginan hostil.
No culpo de su huida
a las palomas.
¡Cómo podrían adivinar
que hoy mi corazón
comería de su pico!
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