Celia no podía dormir aquella
víspera de Reyes. Tenía cinco años y había pedido un muñeco llorón. Con el
cuerpo blandito y la cara y las manos de carne, como el de Ana, le decía a
su madre. Porque Ana, la hija del médico, tenía su misma edad y unos juguetes
que eran un sueño. Pero en el campo no había lugar para los sueños. Por eso, su
madre había velado dos noches para vestir aquel muñeco de caucho rígido, que
consiguió en la única tienda del pueblo. Un metro de raso azul y seis horas de
vigilia no fueron suficientes para disfrazar el cuerpo desgarbado del monigote.
Los ojos de Pilar, enrojecidos por el sueño, le dirigieron una última mirada
antes de guardarlo en el armario. No era lo que su hija le había pedido, pero
sí lo mejor que podía ofrecerle.
Aquella noche del cinco de enero
del 64, Pilar tuvo que esperar largo rato hasta escuchar la respiración
acompasada de la niña. Con
sigilo se acercó al armario, cogió el muñeco, levantó la cortina y lo acomodó
en el hueco de la
ventana. Como si el roce de la tela hubiera tocado el sueño
de Celia, ésta suspiró entrecortadamente y se dio media vuelta.
- ¿Ya vienen los Reyes, madre?
–preguntó sin abrir los ojos.
Pilar arrebujó entre las mantas
el cuerpecillo menudo de su hija, la besó en el pelo y le dijo muy quedo al
oído:
- Duérmete, no vayan a oírte los
Reyes Magos y pasen de largo...
A las pocas horas, el canto de
los gallos, o tal vez las siete campanadas del reloj de la torre quebraron el
sueño intranquilo de Celia, que se incorporó con el corazón saltándole en el
pecho. Buscó a tientas el interruptor de la luz y lo pulsó varias veces hasta
que sus dedos infantiles acertaron con el mecanismo. Necesitaba los zapatos,
pero enseguida recordó que su madre los había puesto en la ventana, y su madre
no quería que anduviera descalza por el suelo. No importaba. Desde los pies de
la cama, si estiraba mucho el brazo, podía asir la cortina y tirar de ella con
todas sus fuerzas hasta descorrerla. ¿Cómo sería su muñeco? Seguro que abría y
cerraba los ojos, y hasta sería capaz de llorar si lo volteaba hacia abajo y
hacia arriba. Lo mismo que el de Ana. Y cuando lo estrujara fuerte, como hacía
su madre con ella cuando la quería mucho, su cuerpo sería blando y suave, igual
que el del muñeco de Ana. ¡Cómo le gustaba cogerlo! Pero Ana era una tonta;
sólo se lo había dejado una vez. Claro, que eso ya no le importaba; en cuanto
tuviera en los brazos a su muñeco, ya nadie se lo iba a quitar. Lo iba a querer
tanto como su madre la quería a ella, porque ella iba a ser la madre de su
muñeco llorón desde ese día. Y hasta le podría lavar la cara y las manos con el
agua de la fuente, como le había visto hacer a Ana. Dominada por la impaciencia
y la curiosidad, levantó las dos manos y tiró de la cortina.
Cuando su madre entró en la
habitación, dos horas más tarde, la encontró abrazada al monigote de caucho con
la cara brillante y la almohada humedecida. A sus cinco años, acababa de
conocer la amargura de la primera desilusión.
Consolación González Rico
Fragmento de mi novela La voz del
mar,
ganadora del II Certamen de novela López-Torrijos
ganadora del II Certamen de novela López-Torrijos
EDITORIAL
LEDORIA 2011