Mi ventana, cuando se me escapan las palabras.
Nací en Torrecilla de la Jara, un pueblo que emerge y se hunde entre valles y colinas.
Descubrí las letras en una escuela de paredes blancas, y aprendí a rescatar sueños encerrados en un libro sin pastas, que guardaba en sus hojas gastadas la magia de los cuentos de Grimm.
Cada día me siento ante el teclado a esperar la visita de las musas rodeada de plantas y luz. Suelen visitarme a la hora del café; creo que les encanta mi pequeño rincón.
En tres minutos, las claves de esta ficción histórica
En busca de la libertad (pág. 91)
"Los recuerdos se encadenan, lo mismo que las horas, y el beso de
despedida de Manuela le lleva a aquella noche de principios de otoño en la que
embarcarían desde las Vascongadas con destino a la costa francesa. Nadie
hablaba. Sus sombras se cubrían de oscuridad, tan espesa como la zozobra que
aceleraba los latidos de su sangre. Caminaban temblorosos y tambaleantes, entre
las ropas de abrigo y el sudor frío que las ceñía a sus cuerpos. Al amparo de
la negrura, eran bultos de miedo sin rostro ni identidad. Las barcas de
pescadores aguardaban atracadas al abrigo de los acantilados, no lejos del cabo
de Higuer, y ellos descendían despacio, clavando los pies y las manos en las
rocas para no despeñarse.
No era precisamente una noche de luna
llena. Elegida a propósito para arropar la travesía desde Pasajes de San Juan a
Fuenterrabía, en el cielo apuntaba una hoz blanca y afilada, que alumbraba lo
justo para no perder de vista la hilera humana de quienes creían peregrinar
hacia la libertad.
Ricardo recuerda la sensación confusa de
dejarse arrastrar entre las piedras sin más sonido que el ruido de sus pasos”.
"Desde que mi padre nos
habló del viaje a España, mi cabeza no paró de dar vueltas al asunto, y esa
misma noche, mientras mi hermano Carlos dormía a pierna suelta, me acuerdo de
que yo la pasé casi entera cavilando. Diez años eran mucho tiempo, y más en la
vida de un joven como yo que por obligación tuvo que aprender a cerrar puertas,
a meterse por otros caminos bien distintos a los que hubiera querido transitar,
que si es verdad que el paso de los días me enseñó a mirar para otro lado, a lo
primero tengo que reconocer que un día sí y otro también me tenía que sujetar
el coraje, cada vez que la memoria se saltaba la barrera y me corneaba los
ijares.
Por eso, cuando supe que
mi hermano y yo íbamos a volver al pueblo de nuestra niñez, acudieron en tropel
a mi cabeza el puente de piedra, las barrancas, las escuchas debajo de la cama
de mi tía Inés, a ver si pillábamos noticias del frente al que marchó mi padre
una mañana, sin que supiéramos si estaba vivo o muerto. Y volvieron también los
recuerdos de aquella maldita noche en la que le escuchamos decirle a mi madre
que había que salir a escape de una España en la que el miedo corría a sus
anchas por las calles.
Y a mi imaginación acudió
también el viaje que a los cuatro nos segó el futuro, y a mí, en particular,
los sentires que ya apuntaban en mi corazón, y que tanto dolieron cuando la hoz
del infortunio me los quiso cortar de cuajo.
Y ya, en toda la noche, no
dejé de pensar en la clase de la señorita Aurora, en la palabra “coeducación”,
que sin dejar de sonreír escribió ella bien grande en el encerado para que nos
la aprendiéramos de carrerilla; en ese bendito acuerdo del gobierno de la
República, que nos llevó a Manuela y a mí a compartir el pupitre de madera.
Manuela… ¿Qué habría sido
de ella? Me desazonaba la idea de lo que en más de una década pudiera haberle
deparado la vida; me preguntaba si su padre habría vuelto de la cárcel sano y
salvo para remediar las penurias que en la huerta sufrían su madre y sus
hermanos; si se habría casado y con quién. Diez años era mucho tiempo, pensaba
yo entonces, y más en la vida de una mujer, cuyo destino en aquellos años del
hambre no podía ser otro que asegurarse pan y techo.
Entre aquel torbellino de
pensamientos, me acuerdo bien de que busqué por el hueco de la ventana el
lucero más brillante de todos, y juré que no me vendría de España sin encontrar
a Manuela. Que iría a la huerta, por si un milagro de la vida me la devolvía
entre las calles de los almendros. Con la misma falda azul de vuelo y la misma
blusa blanca llena de bodoques de la última tarde, la tarde de la despedida.
Mirando el camino por el que me alejé con el corazón hecho trizas, encaramado
en la bicicleta de mi padre que iba dando botes entre las piedras, en aquella
fuga forzosa que me apartó de sus labios flamantes con regusto a fruta madura…"
Consolación González Rico
(Fragmento de La vida que perdimos, Editorial Premium 2018)