Son tantas
las pulsiones que me empujan a escribir, que sería largo detallarlas todas:
reflexionar sobre el mundo que me rodea, denunciar lo que no me gusta,
plantearme preguntas, buscar, descubrir, aprender, vivir mil vidas, tantas como
puedan caber en las páginas de un libro.
Sin
olvidar lo anterior, y después de haber escrito diez novelas, puedo decir que
la literatura se ha convertido para mí en un reto, en un juego sin trabas, en
un ejercicio de imaginación y pasión en el que me siento absolutamente
libre; en un espacio sin límites donde puedo mimetizarme con los personajes,
escaparme de mi realidad y bucear en mundos inexplorados.
Al
hilo de esta reflexión, diré que alguna vez me preguntaron si mi literatura
podía considerarse femenina. Mi respuesta fue clara: el hecho
creador no tiene género.
Seguro
que a nadie le extrañará que en el siglo XIX Gustave Flaubert diera vida a
Madame Bovary, personaje femenino destructivo para sí mismo, pero a la vez impecable desde el punto de vista psicológico y literario. Esculpido con maestría
desde la imaginación de un hombre, que indudablemente dejó en las páginas de la
novela los latidos apasionados y confusos de Emma, sin que para ello le fuera
preciso llevar dentro el corazón de una dama decimonónica.
Es
verdad que, siendo mujer, me resulta fácil aproximarme a las historias con
ojos de mujer. Es verdad que siento la necesidad de analizar el mundo femenino
desde mi propia mirada, que escribo sobre los temas que me preocupan o me
sangran, que trato de construir la igualdad desde las letras. Pero también es
cierto que cuanto más me alejo de lo conocido, más intensamente experimento el
proceso creador. Sin etiquetas ni connotaciones. Alimentado por la fascinación
y el magnetismo que lo distante produce en mí.
Esta
sensación he podido vivenciarla en la construcción de mis dos últimas novelas:
"La calma de las arañas" y "La vida que perdimos".
En
la primera, me adentro en el mundo carcelario, cuento la historia a través de
tres voces en primera persona, tres presidiarios que han llegado a la privación
de libertad por caminos diferentes: un estafador sin escrúpulos, ambicioso y
manipulador; un chileno botado de la vida, víctima de la miseria y
la homofobia; un muchacho de clase acomodada, con huellas profundas de una
infancia cargada de obligaciones y falta de atención familiar.
En
la segunda, “La vida que perdimos”, me introduzco en la memoria de un
viejo artista español, exiliado a Francia con su familia en los albores de la
posguerra. Buceo en su soledad, en los recuerdos que retornan en las
largas noches de insomnio. Vivo con él el acabamiento de sus días, el
paseo de su memoria por la vida que perdió; las añoranzas de un presente
detenido, la ensoñación recurrente de un futuro que debió ser suyo.
Dos
novelas protagonizadas por hombres, prisioneros unos, exiliados otros. Con
escenarios como la cárcel, Santiago de Chile, la frontera francesa, la Francia
ocupada por los alemanes, Poitiers…
Puedo
asegurar que esta aventura (contar desde fuera, intentando sentir desde dentro), esta recreación
tan dispar y compleja, me ha enseñado mucho y me ha regalado momentos sublimes.
Consolación
González Rico
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