Cincuenta
euros es todo tu capital y te ofrecen dos mil; no puedes despreciar la ocasión. El maquillaje
y el peinado corren por cuenta de la cadena televisiva. Eso sí, indispensable
por razones de imagen un escote generoso y una falda que permita a los
telespectadores alegrar la
vista. Es un principio estético del programa. Dudas un
momento, pero recuerdas tu único billete y aceptas. Va a ser tu primera
experiencia en un plató de TV. “Alguien muy especial desea encontrarse contigo”, dice la voz al otro lado del móvil.
Piensas en Irina; la compañera con la que compartiste habitación y ausencias, y
esa náusea crónica que os crecía en el estómago cuando, terminado el “trabajo”,
cerrabais la puerta del pequeño cuarto y os quedabais solas. Quieres saber,
pero la voz, escueta, corta la llamada con el título del programa: “Un amigo te espera”.
Ha llegado el
día. Los nervios te aceleran el pulso mientras la chica que se encarga del
peinado mueve el secador y el cepillo. Luego extiende el maquillaje por tu
cara, pinta exageradamente tus ojos, y con el lápiz de labios desborda las
líneas trazadas por la
naturaleza. No te gusta y se lo dices. Te explica que hay que
destacar el dibujo de los rasgos; los focos roban los colores. Te miras en el
espejo y no te reconoces.
Una ovación
larga acompañada de silbidos insolentes acoge tu entrada en escena. Tomas
asiento en el centro de un sofá blanco que destaca sobre el azulón brillante
del decorado. Con tu vestido rojo y tu escote. Insinuándote sin pretenderlo
desde la atrevida careta del maquillaje.
“Hoy abrimos
la temporada y el programa con una invitada de lujo; no hay más que verla”. Silbidos
y aplausos. “Se llama Martina
Nóvikov. Bienvenida a “Un amigo te espera”. Das las gracias. Te llueven preguntas a las que respondes aturdida, al tiempo que buscas
la elasticidad inexistente de tu vestido rojo que con impertinencia asciende
hasta límites no deseados. “A ver si adivinas quién espera detrás del biombo
para darte un abrazo”.
—Bueno… yo
digo lo que es mi deseo. Me gustará que sea Irina.
Él irrumpe en
el plató como el guerrero en el campo de batalla. No puedes evitar un mazazo en
la sangre, ni unos brazos ásperos que te arrancan del asiento y rodean tu
cuerpo, hasta fundirte en aquel olor ácido a alcohol y a sexo que no has
logrado olvidar.
—Estás impresionante, Martina. Seguro que te
acuerdas de los viejos tiempos…
Una arcada de
ansiedad asciende desde el estómago a tu garganta. Habla y habla. “La conocí en
San Petersburgo. Le ofrecí trabajo y se vino conmigo, ¿verdad Martina?”
Sientes
vergüenza y quieres taparte los
oídos, pero las manos te pesan tanto como los recuerdos. “Trabajamos juntos en un bar de copas que yo tenía por
aquel entonces...”
El miserable
que sonríe a tu lado, con la promesa de un empleo te quemó la primera juventud.
Mil días y mil noches de sexo sin rostro al que sobrevivías con los ojos y los
dientes apretados.
Sientes el
sudor de su mano, viscosa como la piel de un sapo, que va y viene desde tu
rodilla al borde del vestido rojo.
—Te has
quedado sin palabras, Martina —te dice el conductor del programa sonriendo con
aplomo, mientras tus ojos dejan escapar hilos de rabia que se descuelgan por tu
cara.
Una vez más
has caído en las redes de tu viejo carcelero. Ahora lo entiendes todo. La
invitación, el dinero, el atuendo, el maquillaje, no eran más que una trampa
siniestra para golpear tu dignidad.
Consolación González Rico
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