viernes, 28 de diciembre de 2012

A VISTA DE PÁJARO


   Había pasado mil veces con el coche por Los Navalmorales, camino de Toledo. Recuerdo que siempre se me escapaban los ojos, con la rapidez del vuelo de un pájaro, hasta el cerro vigía que guarda el pueblo de los vientos del este; siempre he envidiado esa dotación de la naturaleza a las aves que solo se nos concede a los humanos en los sueños. Esta vez sucumbí a la tentación. No me llevaron las alas, sino unas botas de suela de goma y el deseo de mirar desde arriba; lo mismo que los pájaros. 

   Veinte minutos subiendo. El cielo se apretaba de nubes repletas de agua, que se removían a placer cada vez más cerca. Parece que nos vamos a mojar, le comentamos, ya casi en la cima, al hombre que iniciaba el descenso. Estábamos arriba. El aire, cargado de humedad. La ermita, envuelta en nubes grises y torres eléctricas (algún precio habría que pagar a cambio de tanta belleza). 

    
    Los cuatro puntos cardinales, a vista de pájaro para deleite de los ojos. 

     Fotos y descenso apresurado, sin paraguas, entre una lluvia tímida y fría. Un café para entrar en calor, y el regreso a casa.

Consolación González Rico. Los Navalmorales (Toledo)

viernes, 14 de diciembre de 2012

MIENTRAS LLOVÍA


  
Llovía en la carretera. El ruido del agua al golpear el coche se convirtió en el único sonido de mi solitario trayecto. Conecté la radio. A los pocos minutos, una noticia surgió de las ondas para arrancarme de la pasividad con la que me enfrentaba a los 90 kilómetros de viaje: Cientos de subsaharianos resisten en las laderas del monte Gurugú, a la espera de la ocasión para saltar la valla limítrofe con Melilla y llegar a España.
Subí el volumen. La comentarista comenzó a hablar de las condiciones miserables en las que se veían obligados a subsistir los jóvenes negroafricanos: montañas de desechos malolientes, falta de comida y de agua, suciedad de meses pegada al cuerpo… Ahora, seguía diciendo, agravadas por el cambio de estación y la llegada del frío.
Enseguida, sus palabras dieron paso a la entrevista realizada a uno de los supervivientes por un equipo enviado a la zona. Se trataba de un nigeriano llamado Sunday, a quien las condiciones infrahumanas del gueto, según apreciaba su entrevistador, no habían logrado borrarle la sonrisa.

La lluvia arreciaba. El ruido del agua contra el vehículo servía de fondo a la voz de aquel joven de veinte años. En un castellano dificultoso pero inteligible, hablaba de hambre, de noches en el suelo sin más lecho que el barro; de golpes y hurtos perpetrados por los gendarmes marroquíes. Y lamentaba el muchacho, sobre todo lo demás, que hubiesen llegado a requisarle su teléfono móvil, único puente de unión con la familia que había dejado a la otra orilla del desierto, desposeída de sus escasos bienes por sufragarle un viaje a la esperanza.
Claro que conocía la situación de crisis que sufría España, respondía Sunday al ser preguntado, pero el retorno a su país supondría la vuelta a la miseria de por vida.
Por eso seguiría allí. Resistiendo. Pegado a la valla y a su sueño.

Sin darme tiempo a reflexionar acerca del duro testimonio que acababa de oír, la sintonía del programa se impuso a la violencia del agua y, con absoluta naturalidad, la voz de la locutora dio paso a la segunda noticia: En España, cada vez son más los hombres que pasan por el quirófano para mejorar su musculatura.
Escuché. Con argumentos como la preocupación creciente que el físico cobraba en el elemento masculino, comentaba la novedad, esta vez reforzada por la presencia en el estudio de un cirujano plástico de prestigio probado. El facultativo no cesaba de alabar las bonanzas de los implantes musculares. Pectorales, gemelos, bíceps. Incluso, avanzó como primicia a los oyentes que estaba desarrollando una técnica, pionera en su especialidad, dirigida a implantar la llamada tableta de chocolate. Para muchos, el súmmum de la perfección corporal.
Aducía persuasivo el médico, que el nivel de satisfacción de los intervenidos era elevado, y que su autoestima, tras someterse a la operación y disfrutar de sus efectos, experimentaba también un incremento notable muy sano para su vida social. A ello había que añadir que este tipo de intervenciones comenzaban a extenderse a las clases medias y bajas: la inversión en la propia imagen empieza a ser una prioridad, terminó aseverando el cirujano plástico, muy en su papel.

El limpiaparabrisas casi no podía digerir la tromba de agua que caía de las nubes, mientras la locutora, siguiendo el patrón del programa, daba paso a la primera llamada telefónica. El hombre que estaba al otro lado de la línea se llamaba Jorge y tenía treinta años. Harto de sufrir el complejo ocasionado por unas piernas escuálidas, había decidido acudir a la cirugía. Tras la operación, podía lucir el par de gemelos de sus sueños, usar pantalón corto cuando se le antojase, o pasear por la playa sin complejos.
Era feliz; así lo evidenciaban sus palabras.

Yo, lo mismo que el limpiaparabrisas, tampoco era capaz de digerir la conmoción que el contraste de las dos noticias me había provocado.
No tuve ánimos para escuchar la nueva llamada entrante, en la que otro de los pacientes seguiría abundando en las maravillas del cirujano escultor.
Alargué la mano y desconecté la radio.
 

Consolación González Rico

Colaboración para la Revista Cultural Oretana, 
publicada en diciembre de 2012
por el Centro de Adultos "La Raña" de Navahermosa -TOLEDO-