A
tus seis años, no eres capaz de entender por qué tu papá le grita a tu mamá de
esa manera. Tú la quieres mucho. Cuando te
abraza y te llena de besos, su cuerpo y sus labios son tan suaves como el oso
que ahora cobijas. Y su voz es capaz de calmarte al compás de esa canción que
siempre te canta al oído cuando estás triste: "Chiquitita, no hay que
llorar, las estrellas brillan por ti allá en lo alto, quiero verte sonreír...” ¿Quién te ha
enseñado esa canción, mamá?, le
preguntaste un día, y ella te respondió que se la cantaba la abuela cuando no
se podía dormir.
Y
aunque ahora estás triste, tan triste como siempre que sientes las
voces, aunque tienes ganas de llorar, sabes que todavía no ha sonado el
portazo grande en la puerta, y que por eso tu mamá no puede venir a cantarte al
oído esa canción que ya es de las dos, y que cuando te la canta, te moja la
frente, los ojos, el pelo y la nariz con sus lágrimas. Pero a ti no te importa;
es tan bonita, que te gusta dormirte con la voz de tu madre en el oído.
Algunas
veces, cuando entras en la cocina y ves que tu mamá tiene los ojos tristes, y
le corren lágrimas por la cara, te acercas y le cantas la canción. Ella se ríe,
tú te ríes y termináis cantando las dos. Qué
bien mamá, esta canción es mágica, ¿a que sí? Ella te abraza y, sin
soltarte, te deja en la cara tantos besos seguidos que te pierdes y no puedes
contarlos todos. Y a ti te gusta contar los besos, que yo lo sé.
El
golpe de la puerta al cerrarse es tan fuerte, que tu pequeño cuerpo tiembla de miedo.
No pasa nada, le dices a tu oso, lo
mismo que tu madre te dice a ti después de cada portazo, cuando acude corriendo
a tu cama para besarte.
Tu
oso y tú volvéis a emerger de las mantas. Pronto escucharás los pasos de tu
madre, su mano empujando la puerta de tu cuarto, su voz cantándote al oído...
¿Por qué no viene?, te preguntas sin comprender.
¡Mamá! ¡Mamá! Saltas de la cama y corres descalza sin dejar de
llamarla. Está sentada en la alfombra, y al verte se incorpora despacio y se
pasa la mano por el pelo. Tiene una mancha roja en el labio que trata de
ocultarte con su mano mientras te habla.
—Ven. Dame un beso y coge tu mochila y tu oso.
Mañana, y todos los días, la abuela, tú y yo cantaremos juntas nuestra canción.
Consolación González Rico